En mi viaje a San Pedro de Pinatar cuando visité el Museo Barón de Benifayó, recordaban que Benito Pérez Galdós pasó unos días en la Isla del Barón que da nombre al museo. Un rótulo con lo que de ella escribió en "La Primera República", de sus Episodios Nacionales: “Mis amigos Fructuoso, Alemán y Alberto Araus, deseosos de sacudirme y entonarme, me llevaron a una de las islas del Mar Menor. No recuerdo el nombre de la pintoresca isla en que me desembarcaron, sacándome en vilo de la chalana. Entendí que era propiedad del barón de Benifayó. La hermosura del sitio, la pureza del aire, la quietud y transparencia de las aguas, influyeron de tal modo en mi naturaleza física y moral que por la tarde me reconocí muy mejorado... Aquella noche dormí como un canto. A la mañana siguiente ya era yo otro hombre.”
Embarcaciones en el puerto de San Pedro de Pinatar
Después alguien contó una historia sobre La Isla, la más grande de Murcia, a la que un cono volcánico extinguido, le da esa forma cónica que se asemeja a un turbante de mujer. En ella Julio Falcó d'Adda, el Barón, fue confinado seis años por batirse en duelo en un lance de honor y matar a su contrincante. Una vez liberado compró la isla con el poderío que le otorgaba pertenecer a la clase noble. Y mandó construir en ella a Lorenzo Álvarez una réplica del palacete del Pabellón de España en la Exposición Universal de 1873.
Lourdes Chorro. Al fondo la isla del Barón
Se había quedado prendado de ese pedazo del mediterráneo donde el sol nace y se acuesta en el mismo mar. Allí celebró fiestas a las que invitaba a miembros de la alta sociedad de todo el mundo. A una de estas asistió un príncipe ruso acompañado de su hija de veinte años. “El Barón”, de más de cincuenta, se enamoró perdidamente de ella y, aunque no le correspondía, su padre la casó con él. Si había comprado la isla en la que había estado prisionero, ¿no iba a comprar el amor de una joven princesa rusa? Cuentan que atrapada en la isla, cada noche se paseaba por la arena desnuda bajo la luz de la luna.
Un día apareció ahogada. Nadie sabe si la tristeza la llevó a adentrarse en el mar o si el barón despechado decidió vengarse y la mató. La joven fue enterrada en la misma orilla en la que solía pasear. Desde entonces en noches de luna llena, los pescadores que se acercan a la isla aseguran haber visto a una mujer con un aura de luz blanca, vagar por donde se cree que enterraron a la princesa rusa. Y la han convertido en un fantasma que aclara la oscuridad del mar, en una leyenda fantasmal. Leyendas hay en todos los pueblos me diréis, lo sé, pero yo la he visto y la he sentido tan cercana…
Noche de luna llena frente a la isla del Barón
Veréis… el hotel donde me alojé la semana que allí estuve tiene un spa de agua salada. Yo bajaba todos los días al atardecer cuando ya no quedaba gente en él. Y allí veía a una mujer con turbante haciendo el muerto que no dejaba de flotar en el agua. Alguna vez incorporaba medio cuerpo y se dejaba llevar por las burbujas que yo encendía para ver si reaccionaba y me decía algo. Nunca cruzó una palabra conmigo. Ni siquiera me devolvía la sonrisa. La verdad es que no sé por qué quería que me hablara si últimamente yo tampoco tengo ganas de hablar. Al final me pasaba la hora de spa haciendo el muerto a su lado. En el techo se condesaban gotitas de agua del vapor como si su aliento lo embrumara. Después me marchaba y allí la dejaba inmutable. Lo cierto es que nunca me la encontré en ninguna otra parte del hotel.
Lourdes Chorro en las Salinas
Una tarde-noche, mirando desde el balcón de la habitación a los incansables flamencos remover con su pico zen la arena del saladar, la vi salir del spa. El mismo turbante color esparto en la cabeza y con un vestido blanco hasta los pies. Corrí en chanclas y camisola al ascensor, a la calle. La rectitud del paseo que bordea el saladar me hizo vislumbrarla enseguida. La perseguí. Las cigüeñuelas abandonaban la charca salinera y la seguían. Dos flamencos se engarzaban por el pico. La inamovible garza real que cada anochecer como una isla se dejaba admirar se giró a mirarme. Las chanclas no me dejaban correr tanto como yo quería, pero ella no parecía tener prisa así que pronto pude alcanzarla. El sol se iba tras la salina cuando llegamos a la curva de la culebra. El agua perdió su color rosado. Las marcas blanca y amarilla que limitan el Parque Regional de las Salinas guiaban nuestros pasos hacia el Pinar del Coterillo. A nuestro alrededor las charcas, el observatorio de aves, la central salinera y avisos de que en estas balsas anidan aves. Yo conocía el camino, lo había recorrido de día.
Aves, Saliinas de San Pedro del Pinatar
Atravesamos la carretera en dirección a la playa de la Llana. La primera vez que la vi me impresionó que pudiera abrirse de esa manera el Mediterráneo tan cerca del mar Menor. Inesperadamente se levantó la brisa. Las ondas del agua deconstruían su reflejo y el mío. A través del laberinto de cañas y estacas se veía en el puerto los barcos fondeados a la espera de salir a navegar. El golpeteo de las cuerdas contra los mástiles desnudos soliviantados por el aire. El ronroneo de gaviotas que no traen rama de olivo en el pico. El cielo entre rojo y violeta de ese que vestían los emperadores del Japón que nadie podía mirar. El viento la llevaba hacia unas pequeñas rocas muy cerca de la playa. Yo me detuve. Era extraño nunca sopla tanto viento. La arena de las dunas arenosas me golpeaba los ojos. La posidonia enredada con la arena atrapó mis pies. La mujer comenzó a adentrarse en el agua. Nubes de peces voladores a su alrededor. La brisa bamboleaba las ondas de su pelo liberado del turbante. El vestido se confundía con la espuma. Se giró y me sonrió. Sus ojos remolino de algas me llamaban. Intenté seguirla, pero mis pies prisioneros no se movieron. Grité y grité: Vuelve, estoy aquí. No me escuchó. Había tomado partido del lado del mar. Si hubiera sido un río habría tenido dos márgenes, pero no lo era.
Flamencos, Parque regional de las salinas de San Pedro del Pinatar
Su cuerpo desnudo se hundía en las olas sonámbulas. El cielo combado, las estrellas huecas. La luz de la luna llena alargada, flotando sobre el agua, se llevaba su vestido. Después desaparecieron los signos, las combinaciones. Las palabras habían perdido el significado. El mar se nubló y la luna se durmió en la oscuridad de la noche.
En mis ojos un rayo de luz de luna, entre sueño y sueño, me despertó bajo un cielo azul embalsamado. La saliva sal de escarcha me inundaba el paladar. La llamé, pero las ráfagas del viento me devolvieron mi eco. Un eco que creía olvidado.
Autora: Lourdes Chorro Capilla
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