​Viaje al género homo

|

      Hay viajes inolvidables y episodios inolvidables que acontecen en viajes. Los citados en primer lugar son esos itinerarios que siempre recordamos, los que durante mucho tiempo deseamos realizar y que finalmente acometimos, viajes costosos y, por eso mismo escasos. Se cruza el Atlántico o se adentra en Asia quizá hasta Oceanía o se escudriñan los añosos y sugerentes rincones de la vieja Europa. En lenguaje taurino estos viajes son las faenas memorables, las tardes históricas. No obstante, a veces, al menos a mí me ocurre de vez en cuando, conservamos vívidamente en nuestra memoria ciertos momentos de viajes mucho más modestos. Acciones menores que pasan inadvertidas para algunos, en tanto que a otros su recuerdo les queda grabado para siempre en la mente. Siguiendo el símil, equivaldrían a un par de banderillas que pusiera un subalterno sin nombre o la tanda de verónicas de un novillero que no llegó a triunfar.


     Este mes de abril he vivido una de estas experiencias. Una salida de fin de semana sin grandes pretensiones durante la que, sin embargo, unos hechos nada sobresalientes, meras constataciones, provocaron en mi ánimo una especial sugestión. Ocurrió de repente, clack, un engranaje que encuentra su sitio y un sentimiento de complicidad y brazos abiertos me ensanchó por dentro. El viaje en cuestión se planteó como una simple escapada, un paréntesis, una bocanada de aire fresco a un precio razonable. A Burgos, fui a visitar las excavaciones de la Sierra de Atapuerca y el Museo de la Evolución Humana. Un plan más bien trivial al que, para darle mayor realce, se preveía sazonarlo con morcilla y un lechazo con su buen vino de Ribera y la consabida ensalada para desengrasar.


Burgos, panoru00e1mica, catedral

Burgos, panorámica, catedral


       En el trayecto, la humilde Castilla, eso sí, preciosa en primavera, con ese verdor que se sabe efímero, sus horizontes inabarcables y sus pueblos –muy pocos se ven desde la autovía– de nombres que reconocemos por haberlos oído en historias y romances, pero en los que nunca hemos estado. Castillos que flamean en las banderas y se resquebrajan hasta los cimientos en sus oteros, y llanuras que un día vieron estandartes y caballeros pertrechados con yelmos y lorigas.

Y llegué a Burgos

       Recuerdo un viaje de casa rural en que visité una iglesia románica. En un momento de la visita me senté en un banco, rodeado de la penumbra habitual de estos edificios –gruesos muros, naves estrechas y angostos vanos–, frente al arco de triunfo y a sus capiteles primorosamente labrados. Envuelto en su quietud, a la vista de sus viejas piedras, de repente me sentí parte del conjunto, como si mi presencia fuese una pieza más de un prodigioso equilibrio intemporal.


Burgos, Arco de Santa Maru00eda y  Puente del mismo nombre

Burgos, Arco de Santa María y Puente del mismo nombre


     Las bóvedas, los arcos y sillares, los relieves… era como si los conociese de siempre, como si hubiese permanecido en ese banco durante siglos. Por unos minutos estuve inmerso en esa experiencia, en lo que tenía de nexo y pertenencia. Imaginé que la emoción que me embargaba sería idéntica a la que sintiese un campesino del siglo XI, literalmente boquiabierto ante la perfección lograda por el ser humano. Un hombre rudo acostumbrado a vivir en condiciones penosas que seguramente sentiría lo mismo que yo en el siglo XXI, porque a ambos, como si el tiempo no existiera, nos hermanaba la humanidad y la sensibilidad ante la belleza.


Calle de Burgos

Calle de Burgos


      Algo similar a esto me ocurrió durante mi visita de fin de semana a Burgos, al observar y, sobre todo, comprender lo que revelaban dos cráneos del género homo heidelbergiensis que se exhiben en el Museo de la Evolución de Burgos. ¿Un instante casi extático ante los huesos de dos individuos preneardentales? Pues sí, en efecto, eso me ocurrió a la vista de unos cráneos de más de cuatrocientos mil años a los que los paleontólogos de Atapuerca pusieron por nombre Miguelón y Benjamina.


Burgos, El Museo de la Evolución Humana

Museo de la Evolución de Burgos


      Me resulta muy chocante, casi increíble, que una de las bases en que se asiente la evolución sea el azar. Casualmente unos seres vivos desarrollan una función que a la postre los convierte en supervivientes, en tanto que otros congéneres o allegados que no la desplegaron mueren y se extinguen. Sin paliativos, sin remedio y sin que nadie derrame una lágrima. En el caso de los yacimientos de Atapuerca un imprevisto de otro orden resultó asimismo crucial. En lugar de rodearla, se decidió horadar la sierra de parte a parte para abrir paso al tráfico ferroviario a finales del siglo XIX. De este modo, la llamada ‘Trinchera del ferrocarril’ puso al descubierto algo que sólo se conocía parcialmente, la intrincada red de pozos y galerías que labraron las aguas del Arlanzón. A lo largo de incontables milenios de un tiempo eterno, atravesando eras geológicas, el río, siguiendo cauces alternos, fue disolviendo la piedra caliza. Los enormes huecos abiertos por el agua tuvieron también su propia y azarosa evolución. Muchos se fueron rellenando, colmatándose de los depósitos y sedimentos que, a la postre, conservaron ‘azarosamente’ el conjunto paleontológico de restos humanos más importante de Europa.


Trinchera del ferrocarril

Trinchera del ferrocarril


     Los huesos fósiles que emergieron en Atapuerca fueron objeto de tibia investigación durante gran parte del siglo XX, hasta que finalmente su estudio se disparó en la década de los noventa, con hallazgos de tal calibre en la ‘Gran Dolina’ y en la ‘Sima de los Huesos’, que obligaron a la re-escritura del pasado del género homo. Y de esto es de lo que quiero hablar, del género homo y del sentimiento de identidad y pertenencia que remontando sobre generaciones, percibí también en aquella pequeña iglesia románica. Así que cráneos fósiles. En concreto preneardentales de una antigüedad de cuatrocientos treinta mil años. Uno prácticamente completo al que pusieron por nombre Miguelón en homenaje a Miguel Induráin, que en las fechas en que se efectuó el descubrimiento ganó su segundo Tour de Francia. Y otro de una niña de unos diez años a quien llamaron Benjamina, no por ser la más pequeña, sino porque en hebreo esa palabra significa ‘la más querida’. Cráneos reconstruidos casi por completo, hallazgos extraordinarios, casi un milagro… El azar, a la postre, de puro azar, resulta milagroso.


Miguel Induru00e1in posa con una recreaciu00f3n de Miguelu00f3n

Miguel Induráin posa con una recreación de "Miguelón".


     El estado de ambos restos es lo suficientemente bueno como para deducir una parte importante de cómo se desarrollaron sus vidas. Esto es lo que se sabe con absoluta certeza, Miguelón sufrió una infección dental fortísima que afectó a su mandíbula. Posteriormente se propagó al oído, continuó expandiéndose y acabó siendo el motivo de su muerte. Una septicemia acabó con él. Benjamina nació con una enfermedad de las que actualmente denominamos ‘raras’. La craneosinostosis consiste en la fusión prematura de los huesos del cráneo que impide la expansión del cerebro. Su cabeza tuvo que presentar deformidades y sufrió severos retrasos sicomotrices. Murió a los diez años de edad, aproximadamente.


      El buey y el asno, los perfiles de los Magos, la humildad con que figuran postrados los pastores, ¿en qué se inspiraría el escultor que trabajó en aquella pequeña iglesia románica? Sin duda era iletrado. ¿Quiénes serían sus modelos? El campesino del siglo XI, igual que yo mismo, alargaría su brazo hacia el capitel queriendo tocar aquella piedra labrada, aunque… ¿sería ese relieve de piedra o estaría esculpido en la materia en que toman forma los milagros? Un palentólogo tan relacionado con los yacimientos de Atapuerca como Juan Luis Arsuaga, afirma en su obra La especie elegida que, entre los actuales seres vivos, los humanos somos los únicos que poseemos mente simbólica que, según afirma, es el fenómeno más interesante de nuestra evolución. Bien, ¿qué punto alcanzaba la mente simbólica de los preneandertales?


Plaza de Burgos

Plaza de Burgos


     La infección de Miguelón tardó en propagarse. De hecho, en el hueso donde se asentó inicialmente hay restos de su encallecimiento, sin embargo no hay duda de que durante semanas no podría masticar. ¿Cómo consiguió subsistir? En buena lógica, y debido a su enfermedad, Benjamina tendría que haber muerto poco tiempo después de su nacimiento, tal vez durante el parto. Sin embargo, su vida, aunque corta, duró una década. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo consiguieron sobrevivir Miguelón y Benjamina? Los huesos convertidos en piedra hablaban claro, porque aquellos preneardentales, hace más de cuatrocientos mil años, eran capaces de amar. Y allí estaba yo ante dos cráneos, fascinado ante la constatación de que en aquella época tan remota había humanos que cuidaban de otros humanos. Introdujeron comida previamente masticada en la boca de Miguelón para alimentarlo y protegieron a la pequeña Benjamina cuanto pudieron.


      Eso veía yo en aquellos huesos. El género humano del que formo parte se caracteriza porque puede amar, amar y también crear belleza. Porque sólo alguien capaz de amar puede forjar algo bello, porque ¿qué es la belleza sino una forma sublimada de amor? Y estas certezas –vaya si soy un tipo más o menos igual que un campesino medieval analfabeto y un preneardental que alimentaba a alguien que no podía comer– fueron las causantes de mis minutos de fascinación. Me sentí parte de un grupo intemporal en el que reconozco mis –nuestras– más elementales emociones.


      Esto pensé: palpitamos al compás de un mismo latido y nuestras fibras interiores, tensas y vibrantes, han producido los mismos sonidos, tanto cuando estábamos a completa merced de la naturaleza como ahora cuando creemos dominarla.

Esta es la emotiva historia de Miguelón y Benjamina

    Hay otras que también se podrían contar de los huesos de Atapuerca y quedan muchas más pendientes de descubrir. Historias que muestran y seguirán mostrando las distintas facetas del género humano presentes en el Homo heildebergensis e incluso en el antiquísimo Homo antecessor, sobradamente documentado en estos yacimientos.


     Historias que seguirán revelando aspectos de sus humanidades distintos a su facultad de amar. O tal vez no tanto, quizá todas sus historias tengan que ver, de un modo u otro, con el amor y la intensa solidaridad del grupo. Como por ejemplo la del denominado Cráneo 17 –sin apelativo especial en este caso–, en cuyo hueso frontal han quedado señales inequívocas de una muerte violenta, en definitiva, del odio más vehemente. Sin embargo, sus restos fueron objeto de un rito funerario, el más antiguo registrado hasta el momento. Y esta es la cuestión, ¿no son los ritos funerarios también pruebas de amor? Seguramente sí. Aunque esta es sería otra historia.


        Lo que yo quería contar era solamente mi experiencia personal ante los cráneos de Miguelón y Benjamina. Una experiencia muy sugestiva en lo que a mí respecta, aunque no fue el único gran momento de aquella jornada, hubo otro. Sin embargo, del segundo tampoco voy a hablar, prefiero que sea un secreto entre un ejemplar lechal de la especie Ovis orientalis aries y yo mismo.


       El camino de vuelta a casa lo hice de copiloto.


Josu00e9 Sainz de la Maza vyc 216

Autor: José Sainz de la Maza


Comentarios