En el mundo en que vivimos, velar por la preservación del patrimonio colectivo y, a tal efecto, de los recursos naturales bien parece una cuestión de sentido común, aunque haciendo valer el tópico, en no pocas ocasiones este evidencie ser el menos común de los mismos. Por tanto, solemos aceptar sin reservas que resulte razonable la búsqueda de un equilibrio entre desarrollo económico y protección del medio, sin obviar que el aprovechamiento responsable y eficiente de los recursos debe garantizar un reparto equitativo de beneficios y cargas entre colectivos sociales y generaciones. Es decir, pocas dudas hay al respecto de que la sostenibilidad es una cuestión económica, social y ambiental que debe ser abordada de forma integral, so pena de agravar una situación a todas luces inasumible. En tal sentido, echar la vista atrás y atender a la experiencia del vecino contribuye a rememorar el camino colectivamente andado, aunque sea en otros contextos, y permite identificar errores recurrentes que, no por serlo o asociarse a escenarios y comunidades distantes, resultan menos relevantes.
Hemos hecho referencia, en diferentes ocasiones, a la británica Bath como paradigma de ciudad termal, agraciada por la Unesco en sendas ocasiones con el galardón de lugar Patrimonio de la Humanidad. Un reconocimiento fundamentado no solo en la existencia de fuentes termales y de restos arqueológicos de época romana, oportunamente conservados, sino que también tuvo en consideración la arquitectura y el planeamiento urbanístico georgiano del siglo XVIII, en un contexto de estrecha relación con el paisaje natural circundante. No obstante, la historia de Bath está plagada de múltiples avatares que trastocaron traumáticamente su previsible y deseable evolución, como así aconteció con los bombardeos de la Luftwaffe alemana en abril de 1942, que justificarían una importante intervención en la ciudad después de la conflagración mundial. Pero los tiempos eran otros y el lógico y necesario carácter conservacionista que había imperado en el urbanismo local durante décadas se interpretaba en los 50 como una rémora del pasado. En este sentido, una mal entendida “modernidad” animó un desarrollismo exacerbado y propició la demolición de miles de edificios catalogados de estilo georgiano, en un proceso de degradación urbana conocido como el “Saco de Bath”, que solo pudo ser detenido a mediados de los años 70 después de una significativa movilización ciudadana, mediática e institucional.
Pero las desventuras relativamente recientes de Bath no finalizaron con ese capítulo de naturaleza urbanística. El mes de octubre de 1978 siempre quedará reseñado en la memoria colectiva local por la defunción de una joven bañista aquejada de meningitis, al haber contraída esta enfermedad en las renombradas termas romanas de la ciudad. El lamentable incidente supuso no solo el cierre de la mencionada instalación, sino la clausura permanente de todo el complejo termal de la localidad, al detectarse la presencia de la bacteria causante de la dolencia en el sistema general de canalización de las surgencias que nutrían el mismo. Un menoscabo para la reputación y la economía municipal que solo pudo ser revertido a partir de 2006 con la reapertura del Thermae Bath Spa.
Por tanto, reflexionar sobre la protección del patrimonio termal y de sus afloramientos, en el marco de una gestión sostenible de los recursos, es una tarea que se antoja ineludible en una ciudad y provincia que, como en el caso de Ourense, aspiran a convertirse en un referente en cuanto al aprovechamiento racional del potencial geotérmico. Un cometido que solo podrá desarrollarse de forma fructífera si involucra a la sociedad en su conjunto y, en particular, a la Administración Pública, a la comunidad científica y profesional, y a la industria termal.
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