Para estar donde estaba, hubo, por fuerza, de cruzar al otro lado. Iba por el vigésimo primer día de ayuno, el cuerpo apenas sustentado por las diarias gotas de un rocío escaso, deslizándose al alba sobre la rocosa pared de la entrada.
La cueva le sugería el útero materno: acogido por el amor de su madre, niña y mujer a la vez, al tiempo que consciente del Hijo y de la misión que a este se le había encomendado.
Para ir al otro lado de la vida resultaba preciso atravesar un túnel de luz blanca e inmaculada, que concluía en una bellísima pradera verde, cruzada por arroyos de purísima agua cristalina. Justo el jardín que da entrada al paraíso. Allí le esperaban quienes le habían precedido y una legión de ángeles que jugueteaban y le tiraban de su brillante túnica, animándole a quedarse un poco más.
Sin embargo, Dios —Padre—, fuente de la que mana lo eterno, le dio un abrazo y dijo que debía regresar para cumplir lo pactado. Remoloneó un tanto —era también hombre, al fin y al cabo—; así pues, deshizo lo andado para hallarse una vez más envuelto en carne, desfallecido y temblando con unas décimas de fiebre.
¿Era necesario vivir semejante experiencia, si sabía cuánto esto implicaba? Dudó unos instantes. La sombra de la debilidad comenzó a dibujarle escenarios distintos para evitar el sufrimiento indecible que le aguardaba.
Estaba en pleno ecuador de la cuarentena y no podía defraudar a Dios. El dolor de la vida se le amplificaba ante el perturbador silencio del desierto. Llanto y lágrimas de sangre confluían sobre un río, teñido del inmenso sufrimiento de los niños que tanto amaba.
—Padre, sea tu voluntad y no la mía —dijo con voz timbrada por un ligero temor.
Una higuera cercana estuvo a punto de traicionarle frente al rugido del estómago aterido. El bien y el miedo jugaban una partida en su alma: «¿Por qué he de vivir la angustia que me espera?», decía, alzando al cielo la mirada.
El eco de este pensamiento le llevó a sumergirse de pleno en el amor a la existencia toda, que constituía el propósito final de su sacrificio; por ello, sabía que resultaba preciso disolverse en cuanto había sido creado: mineral, vegetal, animal y humano, para recrear en sí la vida nueva.
Desechó la idea de abandonar y, durante los días siguientes, se mantuvo en calma.
La noche del último día emanaba un tibio viento, casi imperceptible, junto al susurro de lo divino. Entonces comprendió: no era al dolor a lo que temía, sino a no dar cumplimiento a lo que el Padre le tenía encomendado. En ese instante, la cueva dejó de ser su refugio y se convirtió en el más hermoso altar.
Al cuadragésimo día, y antes de que la luz acariciase las dunas, una estrella fugaz atravesó el cielo. En pie, renovado en espíritu, sabiendo que lo siguiente habría de ser como se había establecido, avanzó firme hacia la salida.
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