Quién sabe por qué ha pasado justo hoy por esa calle, si nunca pasa por ella a pesar de ser uno de los posibles caminos de ida al trabajo y de regreso a su casa. Quién sabe por qué esta mañana ha decidido salir a dar una vuelta en lugar de ir con sus compañeros a desayunar. Ni por qué azar está siguiendo a un ciego y su bastón blanco sin verle. Son las doce, la hora del Ángelus y se escucha cercano tocar el carillón de la plaza de las Cortes. La mujer que con los ojos cerrados, recorre calles del barrio de las Letras de Madrid, tras el ciego, ignora que se dirigen a una librería desconocida para ella.
El ciego enfila la calle Lope de Vega, toma la acera de la izquierda. La mujer va por el medio de la estrecha carretera. El ciego sortea las hojas del aligustre que parapeta la puerta, el estante con libros que separa la acera del escaparate. Llama al timbre junto a la estantería pegada a la puerta de entrada. A ella un claxon la alerta de que la calle no es peatonal, y pueden subir los coches por ella. Sortea el bordillo y sube a la acera. Las hojas cosquillean los parpados sin herir sus pupilas. Si mirara enfrente, debería acordarse de que ya ha estado aquí, en el convento de las Trinitarias Descalzas cuando descubrieron la tumba de Cervantes, pero no mira. El ciego con los ojos abiertos sostiene la puerta abierta para esperarla. Ella entra mecánicamente tras él con los ojos cerrados. De la lengua de un dragón pende un farol. Una atmósfera de luz sepia reflejo de la madera que lo envuelve todo. Un baile de sombras y luces dibuja el trazo de la tela de alguna araña centenaria.
Librería Miranda, interior
Dos alturas repletas de libros, una singular escalera metálica de caracol, un suelo de mármol con losetas de tablero de ajedrez. Una voz apagada dice buenos días. Es el joven del mostrador del fondo. Dos relojes en un expositor de recuerdos marcan cada uno una hora porque cada uno está en un hemisferio del planeta. El ciego sabe bien donde va, viene en busca de una primera edición del Ensayo sobre la ceguera que leyó cuando aún veía. Sin preguntar al chico sube con soltura la escalera de caracol. Va directo a las estanterías de novela portuguesa y barre el orden alfabético hasta llegar a la “S”. Ella sube los estrechos peldaños de metal hecho filigrana agarrándose a la barandilla de la escalera por miedo a caer. Al llegar arriba se queda pensando en la cuerda que amarra la escalera al piso de arriba y al de abajo. Él se detiene en la letra S, busca a Saramago. Ella mira como quien mira el cielo de una noche cerrada. Si viera se admiraría del colorido y antigüedad de algunos lomos, de esas tapas con rueda dorada en el perímetro, flores y contracantos dorados, de esas encuadernaciones en piel Chagrén verde; de la rareza de algún libro sin guillotinar que conserva íntegras sus márgenes originales; del halo de misterio que encierra la rejilla de esas estanterías de madera; de esos filamentos de polvo a modo de tienda de campaña que enraízan en las cubiertas de los libros. Si los distinguiera se quedaría con aquel en el que la enreda aún con el hilo rojo de la juventud. Aquel cuyo título ha quedado engarzado en su memoria De nuevo el amor, y, sin darse cuenta se para en la columna de la poesía. Y empiezan a subir y bajar por su estómago vacío chasquidos de olas al romper contra los acantilados, ecos de latidos de impulsivas corrientes, amores baguette y amores barra cotidiana de pan, ojos que miran, pero no ven, y ojos que sin mirar ven. El ciego ha encontrado el libro y se dispone a bajar la escalera, sin agarrarse a la barandilla, con él en una mano y en la otra el bastón. Ella le sigue con las manos vacías y baja las revueltas del caracol de la escalera agarrada a la barandilla. Ya con los pies en el piso de abajo, el ciego cierra los ojos y va derecho al mostrador. Ella sale de frente y al entornarse la puerta abre los ojos y mira adentro. No puede ver al ciego que parapetado tras la escalera paga su libro, ni la cara de asombro del chico porque ese libro figura como vendido hace tres años.
Ella se gira, sobre su cabeza entre bayas y hojas de aligustre pende un azulado cartel: “Librería Miranda desde 1949, libros antiguos y agotados”. En la acera de enfrente descubre la placa de la tumba de Cervantes.
Librería Miranda, interior
Piensa que debe ser la hora de volver al trabajo y comienza a bajar la calle. Sus compañeros le preguntarán que dónde ha estado, y como no les dirá nada, pensarán que se le habrá ido el santo al cielo como, tan a menudo, le suele pasar. El día entumecido, parece flotar como el plancton. Tiemblan los focos de las farolas indecisos como si dudaran entre encenderse o permanecer apagados. Ella dobla esquinas, enfila calles, atraviesa otras, sortea a un hombre que toca el saxo sentado en el suelo lleno de manchas resecas de suciedad. Notas líquidas en las redes de un pentagrama callejero.
Cuando va a entrar en su trabajo el vigilante con patillas canosas que nunca se había fijado que tenía le pide el carnet de funcionaria. Ella le responde como si fuera una broma, pero él se levanta con semblante serio. Entonces ella se identifica y él la mira con ojos de reconocimiento a la par que de extrañamiento. “Disculpa, no te había reconocido después de tanto tiempo. ¿Qué tal te va la vida de jubilada?”.
Autora: Lourdes Chorro Capilla
Comentarios