Cuando llegué a Van Miéu, el Templo de la Literatura de Hanoi, llevaba recorrido gran parte de Vietnam, del sur al norte, y me hallaba en una fase entre asombrado y perdido, mientras los sentimientos encontrados sobre un estado tan potente y con una historia tan apabullante, se me iban acumulando en la mochila y mi idea del país iba tomando forma. Al leer sobre el Templo de la Literatura, de nombre tan evocador, pensé que era un regalo para quien, como yo, anduviera buscando algunas pistas literarias para ubicar un país vasto, castigado, pero cultivado y sensible, en el horizonte de las letras. Quise apartarme un poco de la mirada de autores occidentales clásicos que habían escrito obras famosas sobre Vietnam, como Margerite Duras o Graham Greene y mis pesquisas, tratando de aproximarme a la literatura local más moderna, me llevaron hasta la poeta y escritora Nguyên Phan Quê Mai quien me dirigía, por aquel entonces, por los derroteros de una narrativa intensa y abrumadora con su novela “El canto de las montañas”, un estupendo acercamiento al convulso siglo XX en Vietnam.
Todavía seguía pesando en mí la unión indefectible del nombre Vietnam a la palabra guerra, un país unido para siempre a una palabra de horror y de conflicto porque, aunque haya habido y sigue habiendo más guerras en otros países, la de Vietnam hizo tambalearse los cimientos del mundo. Pero para entonces Vietnam ya me había hechizado con sus contrastes, me había ya atrapado en sus redes, como las de los pescadores del Mekong cuando las lanzan en las aguas terrosas del Delta, para capturar esos peces Oreja de Elefante de carne tan delicada.
El Templo de la Literatura de Hanoi está ubicado al sur de la antigua Ciudadela Imperial de Thanh Long del siglo XI, Patrimonio de la Humanidad. Se trata de una sucesión de puertas por las que se va accediendo a cinco grandes patios con estanques, y pórticos instalados sobre tarimas, bellamente techados, y otros edificios adyacentes de madera de dos plantas. Una vez franqueada la entrada principal, existen tres puertas y, aunque elegir cual atravesar en primer lugar podría parecer trascendente, no quise inquietarme por mi indecisión primera. De las tres, la del Talento, la de la Fidelidad y la de la Moralidad, me decidí por la del Talento (por aquello de que quizá se me pegara algo) dejando para más tarde las otras dos. Confieso que no me sentí imbuido de repente de ninguna potencia cósmica que descendiera para cubrirme de polvo de estrellas, pero me gustó encontrar al cruzar un lugar lleno de historia y de vida.
El templo fue construido en 1070 por el rey Ly Thanh Tong en honor de Confucio, de su familia y de sus discípulos y sabios y, aunque al principio solo se permitía el acceso a los miembros de la nobleza, a eruditos y a emperadores, en el siglo XV se abrió democráticamente a los mejores alumnos de cada provincia, a los vencedores de certámenes literarios, y poco a poco se fue convirtiendo en una suerte de cantera de talentos para el país.
Después del ronroneo molesto de los cinco millones de motos que circulan por las atestadas avenidas de Hanoi, escuchar el silencio en el templo era un placer, se respiraba un aire íntimo, como privado, protegido por las hojas de los inmensos ficus gibbosa y los espectaculares banianos que invadían de sombras el recinto. Estos árboles colosales, repartidos por todo el templo, parecían haberse resistido a quebrar con sus raíces las murallas en donde les suele dar por crecer, entre los sillares ennegrecidos por siglos de polvo y ennoblecidos por la consagración silenciosa de sabios y estudiantes.
Aquel silencio sugerente pronto quedó roto por la algarabía de decenas de adolescentes que aparecieron como por ensalmo, formando en ordenadas filas. Chicos y chicas excitados y nerviosos, y un poco arrogantes, ataviados con su toga y su birrete de graduación, componían grupos que obedecían militarmente a sus tutores, como en un desfile marcado por el respecto a la jerarquía familiar y social que marca el confucianismo.
—¿Qué es lo que celebráis?
—Exams —acertaron a responder algunos con su escaso inglés.
Según supimos más tarde, los alumnos venían a recoger sus diplomas. A los occidentales nos miraban como a un fenómeno, algo para observar, para asombrarse o para reírse, y quizá no tanto para tratar en un plano de igualdad, porque para ellos somos exóticos, particularmente los que llevamos la cabeza rapada como sus budas, con quienes tienen la costumbre de compararnos.
Casi todos los alumnos se quedaron en los dos primeros patios y en torno a Kué Van Cak o Pabellón de las Pléyades, cuya puerta, por la que se pasa al tercer patio, está coronada por la efigie del Sol del Saber, dedicada al genio de la constelación de la literatura. Dicen que los rayos del sol irradian simbólicamente hacia la tierra representada por el Pozo del Esplendor Celestial, situado en el centro de este patio, y al que solo se permitía acceder a quien había demostrado su talento para componer obras poéticas.
En el libro de Nguyên Phan “El canto de las montañas” se narra la historia de la familia Trán a través de varias generaciones con el telón de fondo de la guerra colonial contra Francia y después contra los Estados Unidos. En la novela la abuela trata de educar a la protagonista, su nieta, a quien llama cariñosamente Guayaba, con enseñanzas budistas mientras esquiva como puede las desgarradoras consecuencias de los conflictos bélicos. La propia escritora creció siendo testigo de la devastación de la guerra y de sus secuelas, por eso resulta esperanzadora la visión de todos estos alumnos de hoy con su birrete y su toga, que no han vivido el horror de ningún conflicto.
En el tercer patio, los estudiantes seguían posando para las fotos de graduación y casi se solapaban con elegantes modelos que posaban para sesiones de fotos artísticas, con sus caras pálidas muy maquilladas y sus labios de un rojo intenso, frente a lámparas y cámaras sofisticadas de estudio, y aprovechando el decorado auténtico de bellos techos decorados con dragones y pórticos sustentados por columnas pintadas con caracteres chinos. Había mujeres jóvenes vestidas con el tradicional Ao dài de diferentes colores, paseando por el recinto lo que, si te abstraías, parecía trasladarte a varios siglos atrás. El Ao dài es el traje largo ligeramente ceñido en la parte superior que se completa con una túnica de seda sobre unos pantalones. Algunos chicos posaban también con un Ao dài más corto.
En el cuarto patio, el del Santuario Sagrado, me encontré a un grupo grande de niños que escuchaban atentos y respetuosos la letanía de un monje acompañada por el sonido monótono de un gong. Todo era sublime y ordenado. Por primera vez sentí que escribir sobre este fantástico lugar, la primera universidad de Vietnam con más 1.000 años de historia, significaba quizá desvelar secretos que no quieren ser desvelados, y pensé en toda la literatura que se habría recogido entre estos muros, los cuentos y los relatos premiados en los concursos que organizaban los mandarines, la élite aristocrática al rededor del emperador.
Pensé también en el gran poeta nacional Nguyen Du (1776 – 1820) creador de un poema épico considerado la primera obra nacional popular en Vietnam que reivindica la libertad en el amor y la glorificación de un personaje rebelde, pero que también encierra una crítica a los mandarines y me pregunté sí estos habrían permitido que la obra fuera ovacionada por los alumnos de aquella época. La novela, en todo caso, se hizo tan popular que sus personajes se han vuelto familiares para todo el mundo.
En el Pabellón de las Pléyades ya van quedando pocos estudiantes y después de la ceremonia de los niños y el monje, me acerco a las 82 estelas que llevan el nombre de los literatos ganadores de los concursos. Cada estela escrita con letras chinas se apoya sobre figuras de tortugas de piedra, símbolo de longevidad y de la naturaleza eterna del saber. Hay en el Templo otras tortugas de piedra que sustentan a una estilizada grulla que se dice que representan la sabiduría y el conocimiento.
Durante la visita se puede ver el lugar que ocupaban los alojamientos de estudiantes que llegaron a albergar hasta a 300 internos y, atravesando la Puerta del Gran Éxito en el cuarto patio, se exhiben algunos libros que aquellos alumnos utilizaron. Están escritos con caracteres chinos adaptados para representar el idioma vietnamita, que a partir del siglo XVII, por la férrea voluntad de los misioneros europeos, adquirió los caracteres occidentales que hoy conocemos.
Dejamos el Templo para cruzar una amplia avenida sin pasos de cebra. No hacen falta porque las motos y los pocos coches tampoco respetan los pasos cuando los hay. Apenas hay bicis. El Templo es como una isla de paz en la convulsa ciudad de Hanoi, caótica y desordenada en su orden particular. Ahora en diciembre afortunadamente no hace calor y muchos días el cielo está cargado y gris, como hoy, y a veces parece que ese cielo arroja su abotargamiento celeste para obnubilar a los millones de locales y a los turistas.
Hay en el libro de Nguyên Phan Que Mai muchos refranes y dichos populares llenos de sabiduría con los que, en algunos episodios, la abuela trata de instruir a Guayaba, y en otros es ella misma quien los menciona, y con los que creo que la autora consigue acercarnos al modo de vida de este pueblo oriental, esforzado y valiente. Hay una frase que hoy me ha llamado particularmente la atención: “En cada día de viaje se gana un cesto de sabiduría”. Hoy en el Templo de la Literatura, en mi decimoquinto día de este viaje largo y desconcertante, tal vez haya estado cerca de conseguirlo.
Autor: JOSU BILBAO MUNITIZ
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