“…El límite de esta costa cautiva es Lopagán;
después viene San Pedro de Pinatar poco antes de Torrevieja…” (Carmen Conde)
Cuando eras joven, aunque te parece mentira lo fuiste, Alonso Zamora Vicente te regaló una invitación para la recepción en la RAE de Carmen Conde. Tú reverenciabas a D. Alonso, en cambio de la poeta apenas si habías oído hablar. Te pusiste una camisa elegante que te prestaron y tus desgastados vaqueros. No tenías cámara fotográfica y, aunque también parezca increíble, entonces no había móviles. Cuando la poeta hizo su entrada, no diste crédito a su atuendo tan sobrio, tan de madre, pero cuando empezó a leer su discurso “Poesía ante el tiempo y la inmortalidad”, podía haber ido desnuda que sus palabras la cubrían. Te quedaste atrapada en uno de esos laberintos de cañas y redes para capturar peces, encañizadas. Y ahora, estás, aquí frente a su mar Menor, un abanico abierto que nunca se cierra, con dos brazos de tierra por ribete. Recorres con calma su orilla hablando con medusas y restos de conchas.
Molino de Lopagán
Caminas hacia un blanco molino, hay otro, su compañero, al fondo, al final de un paseo, franja de tierra de nadie entre el mar y la laguna.
“… te presiento en la piedra de ti mismo/
mineral tu presencia, la que en lenta, /
fugitiva evapora, suavemente,/
su corpóreo espesor de algas y yodo
como ella presintió su devenir."
En un cartel las propiedades de su lodo y fotos de bañistas con el cuerpo ennegrecido por él. Si fuera verano te zambullirías en el saladar junto a los flamencos que, a su aire, como islas, buscan, rebuscan infatigables en ese lodo, su sustento. Pero tú sigues el camino de la carretera entre palmeras y asfalto en busca del otro mar, el que te empeñas en llamar el mar grande hasta alcanzar un cruce de caminos, una rotonda con una estatua de dos flamencos enlazando sus cuellos. Y allí las charcas salineras de rosácea luz, los montículos de blanca sal demarcando su lado derecho del sendero. El borde, sus márgenes rociados de blanco espray de espuma salina. El aliento de la espuma cosquillea tus pies en una caricia densa. Mueves y remueves tus pensamientos en el fondo arenoso como los flamencos, que no parecen tener anquilosadas sus alas, pero si gritas curvan su cuello y elevan con gracilidad su cuerpo. No comprendes que si vas sola, es que no vas plenamente contigo, murmuras estas palabras de Carmen Conde recorriendo el camino. Te gustaría vivir en una laguna para que tus lágrimas se confundieran con el agua en un abrazo al revés porque has olvidado los abrazos al derecho.
Torre Horadada
El cielo del amanecer tan claro, que parece que no existiera carboncillo que pudiera teñirlo. Sin darte cuenta has llegado a la torre derribada y el parque regional tras un entramado de troncos de rima inclinada que lo valla y lo protege. Te embarcas en una pasarela de madera, a un lado pinos, sabinas dirías tú, que el viento ha tumbado, al otro, inscripciones de paz en caracteres cirílicos que alguien ha grabado en la arena. Subes y bajas sujeta a la barandilla, entre dunas, encañizadas y carrizal, en busca del litoral.
La autora del artículo en el Parque regional de San Pedro del Pinatar
Has dejado de ver a los flamencos, su quietud, su estoicismo rastrillando el fondo del lago en busca de su diminuto alimento. Al final de la pasarela la playa larga, sin trabas ni contenciones. Un mar sin ese rompeolas que hace que pierda su contorno.
Correlimos en la playa de la Torre Horadada
Crías de correlimos juguetean con el ir y venir de las olas, corretean por la orilla, picotean entre montículos de posidonia. Praderas de posidonia del Mediterráneo, que, aunque puedan parecer residuos, ofrecen refugio y alimento. El falso espejismo de las apariencias. El oxígeno de estas plantas mantiene limpia el agua del mar. Ese mar del que Juan Ramón Jiménez dijo “que no es más que gotas unidas”. El sol empieza a brillar igual que una colmena con sus celdas llenas de miel. El horizonte hinchado como los veleros que ahuecan las velas en su busca. Te descalzas, no importa que sea diciembre y andas sorteando esas montañas vegetales que se acumulan en la orilla y que frenan la erosión de las olas sobre las costas. ¡Si fueran también capaces de frenar la pena! Un cerco de tristeza a tu alrededor, de fragilidad, pero tus pies de caminante siguen describiendo la orilla. Ahora se corta, unos chalets al borde del mar la cortan. Los recorres hasta el encuentro de la frontera entre Murcia y Pilar de la Horadada, hasta divisar la torre horadada. Esa torre construida para avistar las incursiones de los piratas berberiscos que saqueaban el Mare nostrum. En un saliente de la tierra hacia el mar que imaginas horadado de cuevas. ¡Ah, la erosión, ese tándem del agua y los vientos marinos!
Al fondo Torre Horadada
Debes regresar, ya sabes encuentro y separación van de la mano. ¡Ah los proverbios, siempre adelantándose a la palabra! Te espera de nuevo el camino del Parque Regional de las Salinas, los Arenales, las cigüeñuelas y los flamencos. La Torre derribada. Te detienes a beber una limonada, en un restaurante abierto. El camarero te tienta con un arroz, un caldero murciano, aquí en el mar grande. Mientras te lo traen, empiezas a beber sorbitos de un moscatel seco de Juan Gil que te han servido e imaginas la noche y el halo de la luna buscando cobijo en sus aguas y el viento invirtiendo el sentido de las olas. La posidonia garabateará con sus raíces en el fondo del agua palabras de amor que la corriente convertirá en fantasmas. Las nubes pulidas por el viento, y en medio las estrellas contorsionistas. Te has enamorado del paisaje, de este mar desposeído de tiempo y espacio. Abandonas tus ojos en la orilla, la brisa se lleva tu aliento, respiras burbujas de salitre que sonrojan tu cara. Una mano busca el latir de la ola, la otra desde la tierra te llama. Con el estomago ardiente regresas a la pasarela de madera. Sacudes tus pies para quitarte los restos de arena que se aferran a ellos. Se va alejando el murmullo del mar, el ensueño del vaivén de las olas. La atracción del mar adentro. Ahora eres toda ojos para el humedal. Una grulla escondida, solitaria, entre las cañas. Empieza a atardecer. El día se acorta para que la noche se alargue. La tierra roba la sombra a los árboles espolvoreados. El agua juega al escondite, el cielo con una luz color arena. Intentas buscar tus pasos pero se han confundido con otros y no puedes distinguirlos. Te aceleras y el camino de vuelta se acorta. Ya en la rotonda oscurece. Por mucho que mastiques la oscuridad, es imposible digerirla.
La oscuridad es una brújula que desorienta. Piensas en Carmen Conde, en cómo logró no acomodarse al freno de la estrofa cerrada, y te da rabia lo poco que se la recuerda. Te consuela el recuerdo de esas algas que se aferran a las profundidades con el plancton para que la marea no las arrastre a la orilla. De nuevo el paseo de las palmeras, el asfalto, la tierra, risas y conversaciones ajenas. Solo tú caminas sola. De nuevo el molino con sus aspas calladas, los sueños de plancton, la quietud imperturbable del mar menor.
“… siendo tú el mismo, eres distinto /
y distante de todos los que miran…”
Al entrar al hotel alguien dice mañana se va a mover el aire y piensas en que traerá nubes grises, de esas que hacen que el cielo se venga encima. Subes a la habitación y escuchas unas puertas abrirse y otras cerrarse. Entras, no enciendes la luz. El cielo color azul ultramar, profundo y la punta invisible de una estrella de siete puntas. Ya no ves tierra a tu alrededor. Desde el balcón el reflejo de la luna surfea en el agua rosácea de las salinas y, sin embargo ella está aquí rozando tu barandilla. Dejas abierta la ventana de par en par y ella se adentra en la habitación, se posa silenciosa en tu cama. Y tú escribes y escribes. Y chantajeas a la noche para que te devuelva a tus desgastados vaqueros y aquella blusa prestada. El murmullo del mar queda lejos, pero ¡cuánto rumor de agua lleva la brisa!
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