​Sofía

|

      Camino hacia Sofía el terreno se allana, el cielo pierde sus márgenes. Sientes lejano el vientre del mar. Un bandazo, acaba de reventar una rueda del autobús en plena autopista. El conductor sale a una vía muerta. Cogé un camino intransitable. Comienza a llover a mares. Entre baches y sobresalto aparece un desguace de coches y camiones. Dos mecánicos flacos, con un chándal raído se calientan ante una caseta junto a los rescoldos de una fogata. Resguardados dentro del autobús, esperáis a que encuentren una rueda de repuesto. La que lleváis es un puro parche como el monstruo de Frankestein. Los dos hombres se ponen a buscar una que sirva en medio del barrizal con sus chanclas enredadas entre las varillas de la cortina de lluvia pertinaz. Piensas en el mustio vuelo raso de los pájaros en días de lluvia. Al fin la encuentran. Para cambiarla uno de ellos se tumba en un charco bajo el autobús. Este se bandea levemente. Reemprendemos el camino y los dejamos allí, empapados junto a los rescoldos de la hoguera. Recordamos un poema de Ana Blandiana en el que los ángeles empiezan a caer cuando el otoño llega al cielo.


     De nuevo en la autovía la lluvia va aminorando hasta convertirse en una llovizna incapaz de formar charcos que ahora acaricia la tierra. Al acercaros a Sofía las nubes se desmoronan. El cielo no pigmenta el agua, el agua no colorea el cielo. Los dos viven en un azul trampantojo.


     La guía cuenta cómo en el siglo VIII a. c. los tracios eligieron este emplazamiento por ser un cruce de caminos natural entre los mares Adriático, Negro y Egeo. Después de las migraciones de los pueblos del mar, al final de los siglos oscuros, aparecieron estos Tracios de los que Homero narra que divididos en tribus guerrearon entre sí. Llama la atención que cuando nacían sus hijos lloraran por los males que tendrían que soportar en la vida y que cuando morían lo celebraran. Sus reyes descendían de Orfeo, el hijo de la musa de la poesía, y entiendes que  fueran una cultura tan especial.  Estás tan lejos de casa, en medio de los Balcanes, rodeada de las leyendas y misterios que envuelven la ciudad que, en esta crónica, has decidido abandonar el “yo, mi, me conmigo” y pasarte al “tú”. Claro, que si no fuera yo no serías tú, pero no te desvíes del recorrido marcado y déjate de poner acotaciones.


      La llegada al hotel te deslumbra. Es un Hilton con casino incluido. Se te hace destartalado de tan grande. Dejas la maleta en la espaciosa habitación y bajas a cenar a un comedor surtido, pero impersonal. El cansancio te puede. Te despides hasta mañana del grupo que planea irse de marcha. Vuelves por pasillos desangelados a la habitación. Una polilla se descama pegada a la luz de emergencia. Tras los cristales el cielo arado de nubes parece un barbecho. Corres las cortinas, te tumbas en la cama y todo se apaga.


      Te despiertas mucho antes de que suene la alarma del móvil. Has soñado con las cúpulas doradas de catedrales ortodoxas que has visto en tantas fotografías. Desayunas un yogur repleto de frutas y una rica banitsa que te recargan de energía. Por muy completo que sea un día no da para conocer una de las ciudades más antiguas de Europa, con demasiada historia a sus espaldas. Ya en el centro de Sofía nubes de claras batidas a punto de nieve. Tus ojos boquiabiertos como un pez en un anzuelo al lado de la guía. No quieres perderte la mínima explicación. La herencia de los otomanos se puede palpar en casi cualquier rincón. La Mezquita Banya Bashi, ejemplo de la influencia que  tuvieron sobre la ciudad, fue diseñada por el mismo arquitecto de la Suleiman de Estambul.  La guía os hace ver que, junto con la catedral Ortodoxa de Sv. Nedelya, la Sinagoga y la Catedral Católica de San José, forman lo que se conoce como el “Cuadrado de la Tolerancia”. Una palabra de la que carece este siglo XXI tan desequilibrado.


     La Sinagoga, una de las más grandes del continente, ha cumplido más de un siglo. Te apena saber que muchos de los hebreos búlgaros eran descendientes de los judíos expulsados de la Península Ibérica por los Reyes Católicos, y, de ahí, las reminiscencias estéticas que recuerdan los elementos moriscos de la arquitectura ibérica.


Sinagoga Central de Sofia, Bulgaria

Sinagoga Central de Sofia, Bulgaria


     En el considerado km cero, en el eje de las dos grandes vías romanas que, como antaño, vertebraban el antiguo asentamiento, sobresale, aunque esté bajo el nivel del suelo, la Sveta Petka Samardzhiiska.


      Dedicada a esta mártir cristiana, la iglesia del siglo XI  aprovechó el emplazamiento de un templo romano, y en su pequeño recinto alberga frescos del siglo XIV.


Iglesia de Sveti Petka

Iglesia de Sveti Petka


     Seguís las huellas de la antigua Ulpia Serdica, hoy día un museo al aire libre en pleno centro. Dos calles del siglo IV al VI y varias domus. Bajáis a la entrada del metro y, al pisar las piedras de la calzada romana, como en un abracadabra contempláis las cerámicas y partes de la canalización del agua. Viene a tu memoria aquel libro que leíste cuando eras vetusta y arcaica, qué redundancia, “Urbs“ de Paoli.


     Muy cerca de los restos del antiguo asentamiento, en el patio interior del palacio presidencial, oculta y sitiada encontráis la iglesia de Sveti Georgi, la más antigua del país, construida en el siglo IV. Una rotonda que junto con los vestíbulos y nichos más pequeños toma la forma de una cruz. El edificio está perforado por entradas abovedadas y ventanas cilíndricas. Dentro dos mujeres con cuerpo delgadito de libélula venden imanes con santos. Le compras uno  a tu madre a sabiendas de que rezongara porque no es católico. Una de ellas con el dedo alicaído te señala las pinturas murales para que las mires. Los otomanos cuando la convirtieron en mezquita las cubrieron con yeso blanco. Tras la expulsión de estos, reconducida a iglesia ortodoxa, se descubrieron.


      Bajo un sol agujereado,  lleno de piteras, como diría tu madre, la Iglesia rusa, dedicada al zar Nicolás II, te coge por sorpresa. Te quedas prendada del verde y el dorado entre árboles color otoño. Construida en el emplazamiento de una mezquita, los rusos, tras vencer a los otomanos, la convirtieron en iglesia. Siempre igual, templos superpuestos de distintas religiones que consideran pagana la anterior como si la fe no fuera común a todas.


Iglesia Rusa en Sofu00eda, Bulgaria v1

Iglesia dedicada al Zar Nicolás II


      Cabizbaja llegas a la Catedral ortodoxa de Alexander Nevski, Te empequeñeces ante su tamaño, una de las más grandes del mundo. Su cúpula central cubierta con hojas de oro, y el exterior revestido de mármol blanco y verde hacen que no puedas dejar de mirarla.


Catedral ortodoxa de Alexander Nevski

La autora delante de La Catedral ortodoxa de Alexander Nevski


      Los intrincados mosaicos que decoran su fachada  representan escenas de la Biblia y vidas de santos. En su enorme interior, te sientas frente a su iconostasio de mármol italiano. Buscas a esos fieles que ofrecen sus velas a vivos y muertos. Sus ojos brillan llorosos y te emocionas. A la salida te intriga una pequeña puerta al lado, es la cripta, bajas una rampa destartalada y descubres un maravilloso museo.  A pesar de los  siglos que encierren sus iconos te da la sensación de ser un museo sin estrenar. Lo recorres casi a solas, ante la mirada curiosa de las mujeres mayores, ajadas como diría tu madre, que lo vigilan. Una pena o una suerte que muchos turistas se lo pierdan.


       Con nostalgia de tu trabajo, en la puerta de La Biblioteca Nacional de San Cirilo y San Metodio, te gusta que la nombren con el santo que se considera inventor del alfabeto glagolítico, un primitivo alfabeto eslavo. El 24 de mayo, el día de estos dos santos se conmemora el día del alfabeto cirílicoyes fiesta nacional en muchos países de Europa del Este. ¡Ah los alfabetos, sin ellos no podrías leer ni escribir! ¡Te habrías perdido tantas otras vidas…!


      Os acercáis a la universidad de Sofía, de estilo neobarroco, a fotografiarla. Un remusguillo de nostalgia te tambalea. Nunca te olvidas de la época universitaria en que tu cabeza bullía de inquietudes. Ahora tu yo de cuidadora te apisona como a los desnudos raíles el tranvía que recorre la ciudad.


    Te das un respiro en el bullicioso jardín donde se encuentra el Teatro Nacional Ivan Vazov, el poeta nacional de Bulgaria. En la fachada principal observas el frontón con un relieve de Apolo rodeado de musas. Y a cada lado coronando sendas torres las dos esculturas de trompetistas sobre cuadrigas. En la fuente de la gran explanada te dejas fotografiar más de una vez.


Teatro Nacional de Sofia, Bulgaria

El Teatro Nacional Iván Vazov, Sofía


     La estatua de Santa Sofía, patrona de la ciudad con su corona de laurel en una mano y en el otro brazo tiene posado un búho, símbolo de sabiduría. Viene a tu memoria que sophia es una transcripción al latín del griego, sabiduría y que es también la diosa que la representa. La iglesia de Hagia Sofía, que da nombre a la ciudad es una de sus iglesias más antiguas, construida en el reinado de Justiniano. Durante la dominación otomana le colocaron dos minaretes y se empleó como mezquita, hasta que en el siglo XIX un terremoto derribó una de aquellas torres y fue abandonada. Es uno de los mejores ejemplos de arquitectura paleocristiana en el sureste de Europa. Se halla situada sobre una antigua necrópolis. No puedes olvidarte de que muy cerca está el bloque monolítico procedente de Vitosha que señaliza la tumba de Ivan Vazov. 

Yo también me iré algún día

 y la hierba mi tumba cubriría.

Unos me llorarán, otros me maldecirán 

pero mis cantos siempre se leerán.”


     Coméis, aunque suene prosaico hay que hacerlo, en un restaurante típico Tarator, Gyuvech y helado de yogur y,  con la tripa llena, te apresuras a seguir viendo la ciudad. La tarde es tuya. 


       Santo Domingo, Nedelya una estructura fascinante de templo ortodoxo. Su gigantesca nave central acoge un panel con tallas doradas que ha logrado resistir a los múltiples ataques que ha sufrido a lo largo de su historia. La barbarie la hizo padecer un atentado en 1925 que la destruyó y causó la muerte de más de 120 personas. Se te pega la rabia al estómago como los abigarrados posos del callejero café turco que llevas en la mano.


Santo Domingo, Sveta Nedelya

Santo Domingo, Nedelya, Sofía


      Te conformas con deambular con las fuentes que perviven frente a los Baños Centrales de Sofía hoy Museo de antropología que con pesar no visitas. Miras a la gente acercarse a llenar garrafas de agua. Y no puedes resistirte a no echar un trago. Todo sea por la creencia de que esta agua caliente, azufrada cura los males del cuerpo. Y los posos del café se diluyen.


Bau00f1os Centrales de Sofu00eda, Bulgaria

Baños Centrales de Sofía hoy Museo de Antropología


      El mercado de las mujeres como el átomo de un poema. A estas horas sus puestos velados te recuerdan a las madonas Napolitanas. Lo mejor será que para describirlo utilices los versos de Poli Mukánova hija de Sofía: …

“tanta ternura / en el robusto pavimento 

 ¿Qué comprarán las mujeres?

 diferentes historias 

 1 kg de felicidad

 bien pesado

 2 litros de soledad

 2-3 pizcas de rápidas conversaciones

 Entre el gentío encuentran

  corazones de mujeres 

 que algún día fueron vendidos”… 


     Para ti la poesía es una descarga eléctrica entre palabras desconocidas.


     Te diriges callejeando hacia El Museo Arqueológico Nacional alojado en el interior de una antigua mezquita. Las hojas de pan de oro, y las otoñales hojas pegadas en las carrocerías de los coches, en los bancos, en algún balcón. Lo recorres al ritmo de cada una de las notas que, como todos los museos arqueológicos, componen la melodía de la historia.  La sala del Tesoro de los Tracios te recuerda a Varna, los sueños de arcilla perpetua a Sozopol y Nessebar.  No sabes si te está jugando una mala pasada la memoria de las vidas que inventas o ya habías estado aquí. Piensas en las granadas símbolo de  inmortalidad. A la salida miras esas postales que no encontraran destinatario porque ya nadie escribe.


Museo arqueolu00f3gico, Sophia

Museo arqueológico, Sophia


       Y das una vuelta por el Boulevard Vitosha, lleno de tiendas, restaurantes y mucho ambiente. Los Klek shops, esas tiendas minúsculas que descubres en los sótanos y que ofrecen sus productos a través de una ventana a la altura de la calle. Kliakam significa “agacharse y te agachas y les compras una botella de agua". La ciudad vive en las faldas de esta montaña Vitosha que ahí enraizada, vigila eternamente la ciudad. Una bocanada de aire desganado te hace mirar hacia ella cuando te topas con una pequeña feria del libro. La mujer del puesto en el que te detienes a comprar un libro.


     Agradecida pregunta where do you can from? sin reconocer tu acento. From Spain respondes con ese acento bellotero que te reprocha tu madre y entonces la mujer dice Dalí y se disculpa por no hablar español. Desarmada le dices que no se preocupe, que tú tampoco hablas Búlgaro, en un inglés que huele a naftalina. Y te regala un libro de haikús bilingüe japonés / búlgaro. Imaginas la montaña Vitosha y el monte Fuji, su falda, su ladera, su cima conformando los tres versos de un hai-kai por descifrar.


      Emocionada acabas de perderte por la ciudad. Disfrutas  entre los murales que decoran las casas del barrio Hadzhi Dimitar del arte urbano. Algunos parecen lienzos. Los alrededores que nunca se visitan conforman la ciudad desconocida esa que todos buscamos, pero no encontramos, lo que tú llamas el respiradero de las ciudades. Como escribe Poli Mukánova: “Las gotas de lluvia 

                    revelan nuevas historias

                    el paraguas de un viandante cualquiera se alboroza.”


       Pervive un aire amarillento, descamado, en los bloques de grisáceos edificios del antiguo régimen comunista como esa fruta no recogida que ennegrece en el árbol. Y eso te recuerda que has olvidado citar el parlamento y la casa presidencial, pero esos los has visto cubiertos de hojarasca.


     Anochece y comienza a chispear. Piensas en  las palomas recluidas en los rincones de las ruinas acristaladas como invernaderos. Los cimientos por mucho que se desentierren permanecen donde no pueden verse. Es la hora de regresar. Tarda el tranvía número cinco. Al fin aparece reposado como si no tuviera prisa por llegar. Lo coges. Los asientos encorvados. La luz está dentro, afuera la cuidad se difumina en la oscuridad. Una luz densa que vuelve opacas las caras de los viajeros que miran con ojos desenfocados. Solo te queda descontar las paradas para no pasarte. Y descuentas: cuatro, que arranque pronto, tres que no se salte el conductor ninguna parada, dos que haya viajeros esperando en todas para subir, uno que alguien seleccione la parada porque tú no sabes exactamente dónde está el timbre, pero nadie lo pulsa y te arriesgas. Te bajas. Estás en la acera frente al hotel. Respiras un momento hasta que sientes pasos detrás. Tu miedo se agolpa, obstruye los hilos de la madeja que anudan la sangre al corazón. Cruzas corriendo en la oscuridad la avenida lisa sin recodos. Las luces de la recepción que ayer te deslumbraron ahora te alumbran. A salvo en tu habitación el cielo cardíaco descarga una llorera de hipos y suspiros. “Yo, mi, me, conmigo”. Miras por la ventana. Churretes de lágrimas grises corren por el cristal abajo. Nubes cargadas de Diazepan te llevan al espejismo del sueño que sueñas despierta. No quieres que se espabile. La luna salta de farola en farola y se posa en los charcos de tu almohada. Los ojos de un búho solitario velan el interruptor de la luz. La noche se va evaporando entre parpadeos de llovizna.


     Te preguntas hacia qué desembocadura llegará este río de palabras que escribes. Quizá si las hubieras escrito en tercera persona habría algún  mar que quisiera acogerlas. Déjate de ríos y entra en TikTok, que eso si es un mar de lectores.

Museo de Historia Regional de Sofía
Museo de Historia Regional de Sofía

Interior de la Sinagoga de Sofia
Interior de la Sinagoga de Sofia

Teatro Nacional, detalle del frontón con un relieve de Apolo
Teatro Nacional, detalle del frontón con un relieve de Apolo

Comentarios