Panorámica de Salzburgo
Es perfectamente comprensible que muchos busquen en Salzburgo la casa donde nació Mozart, la catedral, el palacio de Mirabell, la iglesia de la Inmaculada o la fortaleza de Hohensalzburg. Yo, en cambio, había venido en busca de un hombre con camisa blanca y pajarita sentado en una butaca de rejilla ante una entrada porticada de templo griego. Tras él la sombra de las hojas de una enredadera acecha en la puerta de su casa. Su mirada ausente, muda parece vislumbrar el mañana en un bosque tupido de ramas. El hombre que fue él mismo en el “Mundo de ayer”, y después, sin presente, se dejó ahogar por el futuro en un mundo extraño, lleno de huracanes de recuerdos. Stefan Zweig, el escritor cuyo rastro intento encontrar en la ciudad.
Fortaleza de Hohensalzburg
Hace un día soleado. Nos recibe un guía local con acento argentino, que comienza el recorrido mostrándonos un arriate de hortensias japonesas. Aunque chinos y japoneses llevaban siglos cultivándolas, las hortensias no llegaron a Europa hasta finales del XVIII. Las esféricas flores blancas, rosas o azules, llamadas así popularmente en honor de Hortensia de Beauharnais, hija de la emperatriz Josefina, madre de Napoleón III. Me gusta, parece un guía diferente. Nos lleva hacia la casa donde pasó los últimos años de su vida Paracelso, el médico alquimista, que con su Tratado de la piedra filosofal medicinal nos acercó al elixir de la vida. “El hombre participa también de la sal, azufre y mercurio que reposan, aunque ocultos, en alguna parte de los metales y sustancias metálicas. Se aplica entonces lo semejante a lo semejante, lo que es extremadamente útil a la naturaleza si se hace con rectitud, y es el mayor secreto de la medicina: incluso lo podríamos llamar el Arcano.” Su huella en la ciudad se ha quedado en una escultura, una calle y un túmulo en forma de pirámide en el cementerio de la iglesia de San Sebastián. Yo prefiero verle en ese “Zenon” de Opus nigrum, mi novela preferida de Marguerite Yourcenar y en el fantástico y fantasioso relato de Borges La Rosa de Paracelso. Nos detenemos ante un edificio que se salvó de los bombardeos y se mantiene en pie.
Seguimos adelante. Bajo la roca “Mönchsberg” la puerta “Sigmundstor” y la “Herbert von Karajan-Platz” accedemos directos al centro histórico, tan cercano a su río Salzach. El famoso “Pferdeschwemme”, abrevadero donde se limpiaban los caballos de los desfiles principesco-arzobispales. Damos la vuelta a la fuente para admirar los frescos en la pared posterior que recuerdan las costumbres de antaño. El guía nos cuenta que, María y los niños Trapp de la película Sonrisas y lágrimas pasaron con su carruaje por aquí. La vista de la fortaleza que domina la ciudad, su perfil recortado sobre la montaña Festungsberg, impresionan.
Nos atrapa el recorrido que hacen todos los turistas: la Residenzplatz, una explanada suntuosa entre las residencias de los principes-arzobispos delimitada por la “Neue Residenz, el Glockenspiel, un carrillón del siglo XVII, que aún hoy repica tres veces al día, la Alte Residenz y una fachada de casas burguesas.
Residenzplatz, Salzburgo
En sus inmediaciones La Mozartplatz y, en medio, la gran estatua de bronce del músico sobre un marmóreo pedestal. En la Domplatz, siempre festiva, nos encontramos con la fastuosa catedral, edificada sobre los cimientos de una antigua iglesia bizantina. Su cúpula turquesa de cobre, su blanco interior, y sus siete órganos. El recordatorio de que la cúpula y el presbiterio fueron alcanzados por las bombas en 1944. Y, en cada puerta, grabadas las distintas fechas en que fueron remodeladas.
La Mozartplatz, monumento a Mozart
Seguimos de iglesia en iglesia.
La de la Inmaculada concepción tan barroca, luminosa y blanca que hacen resaltar sus retablos coloristas. La de los Franciscanos tan mezclada ella con su portada románica, su ábside gótico y su altar mayor del siglo XVIII. La Abadía y el convento de San Pedro con su torre y su cementerio. El monasterio benedictino que data del año 696, fue la antigua catedral. En él están enterrados varios arzobispos que convirtieron a Salzburgo en la ciudad mejor fortificada de Europa.
El guía habla de cómo su topónimo y su riqueza provienen de la sal, el oro blanco la época. El descubrimiento de las minas otorgó a la región tal prosperidad que fue motivo de enemistades y guerras. Escucho la palabra guerra y la luz demasiado intensa me hace buscar un lugar a la sombra. Alguien pregunta si queda muy lejos la Kehlsteinhaus, el Nido del Águila-Hitler. A una decena de kilómetros, a 1.834 metros de altura, contesta el guía. Se escucha respirar al mismo viento de ayer. El guía nos recuerda que nos encontramos a escasos 700km de la guerra en Ucrania. Aprovecho para preguntarle por la casa de Stefan Zweig. Se sorprende, “No todos le conocen”, responde. “Hoy está en manos extrañas, es difícil vislumbrarla desde la calle, envuelta en una densa vegetación. No merece la pena subir la colina para no poder ver nada”, esas son sus palabras textuales. Mejor, quédate con su busto junto al monasterio de los Capuchinos.
Rachas de olvido sacuden su memoria aquí, en Salzburgo, donde, en su villa en el Monte de los Capuchinos, escribió la mayor parte de su obra entre la primera y la segunda guerra. De donde se vio obligado a huir en 1934. Mi cara de decepción debe saltar a la vista porque me conforma. "Bueno, mujer tenemos un centro, el Stefan Zweig Centre Salzburg, que custodia los manuscritos de sus obras y donde se celebran conferencias y reuniones sobre la historia literaria y cultural europea". En mi recuerdo sigue Stefan Zweig y su obra, un alegato en contra del nacionalismo. Las publicaciones y revistas en las que colaboró con amigos de toda Europa, redactando peticiones para el entendimiento europeo.
Seguimos recorriendo la urbe. Cruzamos el Salzach por el puente Makarsteg. Sus barandillas están tan cubiertas de candados con el nombre de parejas que un día se desplomará de tanto amor. La vista con el río soñoliento, el sol, ahora entre nubes y claros, le da ese aspecto, y el casco antiguo con la fortaleza arriba impresiona.
Puente Makarsteg, Salzburgo
Luego, en el tiempo libre que nos da, regresamos para comenzar el ascenso hasta la fortaleza. Las vueltas y revueltas, la empinada cuesta se llevan bien al contemplar las vistas. Los tejados humedecidos por las nubes, las torres puntiagudas, los campanarios, recuerdan una ciudad conventual. Arriba ya, la fortaleza del siglo XV que fue ampliada en los posteriores, y en el muro exterior una característica remolacha que se repite como un símbolo por ella. La capilla de San Jorge, sus torres, sus tres museos y murallas, sus puertas y portillos que conducen hasta el inexpugnable, el que impedía el acceso a los enemigos.
La bajada la hacemos en un santiamén, en el funicular de 1892, el teleférico vertical de su tipo más antiguo de Austria aún en funcionamiento. Nos espera el grupo para ir a comer, cómo no, en el café Mozart, muy cerca de la Casa Hagenauer” donde nació y pasó niñez y juventud, en la Getreidegasse, ahora una calle principal. Se agolpan tantos turistas fotografiándola que decido no subir a verla. Me quedo curioseando el llamador en la puerta, en las cuerdas que llegan hasta ese tercer piso en el que nació. Con posterioridad, la familia pudo mudarse a una casa más acomodada, en la actual Makartplatz, gracias a sus dos hijos, porque la hermana de Mozart también fue una pianista virtuosa.
Cuando entramos al Café suena la Serenata número trece, su «Pequeña serenata nocturna», pero en el comedor que nos sientan ya no se escucha. No comemos nada resaltable excepto el postre Salzburger nockerln, una especie de soufflé dulce con esponjosa contextura de merengue.
Después, nos lleva a dar un agradable paseo por el Palacio de Mirabell. Sus jardines de trazado geométrico, la Fuente de Pegaso, en el momento en que se eleva en el aire, los cuatro grupos escultóricos de Eneas Hércules Paris y Plutón. Me cobijo en un pasadizo vegetal, doy vueltas entre los enanos del jardín. Desde aquí también impresiona mirar la majestuosa Fortaleza como telón de fondo con el aroma del boj de sus parterres, ese olor huidizo y cercano.
Palacio de Mirabell, Salzburgo, Austria
Oscurece. Cansada de tanto andar, me siento en el suelo de la Kapitelplatz . Niños y mayores juegan al ajedrez en el gran tablero con piezas de tamaño natural. Yo contemplo la Sphaera, la escultura del hombre de pie parado sobre una enorme bola dorada. Desconozco su significado, pero ese hombre en pantalón negro y camisa blanca me devuelve al escritor que he venido a buscar y se acerca la hora de abandonar la ciudad.
Kapitelplatz
“La pequeña ciudad de Salzburgo, con sus 40.000 habitantes, que yo había escogido precisamente por su romántica situación apartada, había experimentado un cambio sorprendente: se había convertido, en verano, en la capital artística no sólo de Europa sino también del mundo entero… Salzburgo floreció… y durante toda aquella década, fue el centro de peregrinaje artístico de Europa.” … De manera, pues, que, sin moverme de mi propia ciudad, de pronto me encontré viviendo en medio de Europa… y nuestra casa del Kapuzinerberg se convirtió en una casa europea…Romain Rolland y Thomas Mann, y escritores como H. G. Wells, Hofmannsthal, Jakob Wassermann, Van Loon, James Joyce, Emil Ludwig, Franz Werfel, Georg Brandes, Paul Valéry, Jane Adams, Schlaom Asch y Arthur Schnitzler fueron huéspedes acogidos como amigos”
El 12 de febrero de 1934, el canciller Dollfuss baña en sangre, con ayuda de la Heimwehr, la revuelta de las milicias obreras de Viena. Pero Stefan Zweig se encuentra en ese momento en la Opera y no se entera de nada. Así era la vida de la burguesía vienesa. Sin embargo, pocos días más tarde la policía somete a un registro la casa de Salzburg, sospechando que el escritor y sus amigos “socialistas” conspiran con las milicias republicanas.
Las apariencias estrangularon los sentidos. Cantos de ascuas que ciegan Líneas que muchos siguieron hasta perderse en ellas. Qué difícil respirar y no contagiarse de la locura belicista que propagaba el aire. Descreer las palabras que arman los pensamientos estrellados. Como escribió Stefan Zweig “la sangre se sube a la cabeza y la congestiona".
Zweig se refugió primero en Londres y luego, ya como apátrida desde 1938, iniciando un largo periplo que lo llevaría a visitar varios países del continente americano. Su energía se fue agotando en sus sucesivos destierros hasta recalar finalmente en Brasil.
“He sido homenajeado y marginado, libre y privado de libertad, rico y pobre. Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea.”
Separado de su biblioteca, de su archivo y su querida colección de manuscritos de poetas, filósofos y músicos, con todas esas correcciones que constituyen el testimonio de la lucha creadora. “Entre los numerosos enigmas del mundo, el más profundo e inexpugnable sigue siendo el misterio de la creación…. Ni siquiera el poeta, ni el músico, podrán explicar a postetiori el instante de su inspiración… Lo único que puede brindarnos una idea de ese proceso incomprensible de creación son las páginas manuscritas, sobre todo las no destinadas a la imprenta, los primeros borradores aún inciertos y sembrados de correcciones a partir de los cuales se va cristalizando poco a poco la futura forma definitiva” Pocos meses después de cumplir 61 años y tras completar su autobiografía, se suicidó en su domicilio de Petrópolis, el 22 de febrero de 1942, en compañía de su segunda esposa, Lotte.
Salzburgo me parecía la más ideal de todas las pequeñas ciudades de Austria, no sólo por sus paisajes, sino también por su situación geográfica, ya que, situada en el límite de Austria, a dos horas y media en tren de Munich, a cinco de Viena, diez de Zúrich y Venecia y veinte de París, era un verdadero punto de partida hacia Europa. Es verdad que todavía no era la ciudad de encuentro de los «prominentes» (de lo contrario no la hubiera escogido como lugar de trabajo) ni famosa por sus festivales (y que en verano adoptaba un aire esnob), sino una pequeña ciudad antigua, amodorrada y romántica, situada en la última falda de los Alpes, los cuales, con sus montes y colinas, pasaban en suave transición a la llanura alemana. La pequeña colina poblada de bosques donde yo vivía era como la última oleada de esa impresionante cordillera que allí se detenía; inaccesible a los automóviles y alcanzable sólo por un vía crucis de trescientos años y más de cien escalones, ofrecía desde la terraza, como compensación para tal esfuerzo, una vista magnífica de los tejados y frontispicios de la ciudad de las mil torres. Al fondo, el panorama se ensanchaba por encima de la gloriosa cadena de los Alpes (también, huelga decirlo, hasta el Salzberg, en el municipio de Berchtesgaden, donde pronto iba a vivir, justo frente a mi casa, un hombre entonces completamente desconocido, llamado Adolf Hitler). …
Una luna consumida por las ráfagas de los ataques aéreos y antiaéreas. El maquillaje de la noche corrido entre la humareda de las bombas. Las palabras oscuras ralentizaron las sombras y enmudecieron. Las notas a pie de página tomaron cuerpo. Su mano terminó de escribir El mundo de ayer, su alma se salió del texto y se refugió en los márgenes. Atrás dejaba un mundo de cenizas de cadáveres calcinados. Yo ya sabía que no estaría, pero esperaba que estuviera sin estar. Sólo he encontrado un ramillete de agujeros en el espejo de la memoria. Guardo mi ejemplar de su libro como se guarda ese vestido que estás convencida que volverá a estar de moda. Os dejo con el mejor colofón para esta crónica que he encontrado: su mirada.
“Cuando echaba la vista atrás, evocaba la imagen de aquella pequeña ciudad-gris, decaída y oprimida-justo después de la guerra y recordaba nuestra casa donde, temblando de frío, combatíamos la lluvia que entraba por el techo, me daba cuenta de lo que habían significado para mi vida aquellos benditos años de paz.”
Vistas de la fortaleza de Salburgo. La autora Lourdes Chorro
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