Ciudades termales, ciudades saludables, ciudades sostenibles

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J.A. Vazquez Barquero

Hace escasas fechas, la doctora María Neira, directora del Departamento de Medio Ambiente, Cambio Climático y Salud de la Organización Mundial de la Salud (OMS), destacaba en un medio de comunicación nacional la imperiosa necesidad de que las ciudades adoptasen sin mayor dilación medidas contra el cambio climático en curso. Demandaba en su alegato una planificación urbana que permitiese desarrollar entornos y ciudades más saludables y vivibles, que evitase las islas de calor y el aislamiento de la población más vulnerable, y fomentase las zonas verdes, el enfriamiento pasivo, el transporte público y la reducción del tráfico, entre otros considerandos. En definitiva, emplazaba a los gestores públicos a involucrarse en un rediseño urbano que priorizase la protección de la salud de los ciudadanos y la interacción social, desterrando prácticas desarrollistas tan recurrentes en las últimas décadas.


       Tengo que admitir que la tesis defendida por la directora de la OMS, y por otros reputados profesionales y analistas, inmediatamente me trasladó a escenarios concretos reconocibles con facilidad por cualquier viajero ocasional. Sin mayor esfuerzo vinieron a mi mente las propuestas urbanísticas de Mondariz, Vidago, Bath, Vichy y tantas otras villas y ciudades termales que a lo largo de los siglos han hecho gala de una notable sensibilidad con la preservación y el cuidado de la salud, y en buena medida con la sostenibilidad medioambiental. Entornos balneares en los que, con mayor o menor intensidad, se procedió a la construcción de una realidad física renovada y ampliada, que se convertiría ocasionalmente en escenario de destacables innovaciones arquitectónicas y dotacionales. En tal sentido, los enclaves termales incorporaron elementos distintivos propios, asociados a prácticas terapéuticas específicas, pero también paseos, parques, terrazas, crecientes, salas de reuniones y equipamientos de esparcimiento y ocio que conformarían propuestas urbanísticas globales sujetas a una lógica de desarrollo concreta. 


      Bien es cierto que pocas localidades en el mundo disponen de recursos termales y, en tal sentido, del potencial per se para haberse convertido en algún momento de su historia en un referente urbano de la envergadura de las villas y ciudades mencionadas con anterioridad. Pero lo más llamativo del asunto no es tanto la excepcionalidad dotacional de algunos territorios, como la incapacidad de ciertas poblaciones para aprovechar con racionalidad y criterio los recursos singulares que la naturaleza generosamente les proporcionó. Y, en este sentido, conformar una ciudad que se nutra de la tradición y cultura termales se adivina una apuesta mucho más fructífera, a día de hoy, que cualquier proyecto urbanístico convencional al uso.

Una oportunidad para reinventarse, para recuperar el tiempo perdido

        Evidencia ser una oportunidad para reinventarse, para recuperar el tiempo perdido, para sacar partido de tu hecho diferencial y, por tanto, de tu ventaja comparativa y, por si todo este inventario fuese poca motivación, para afrontar con ciertas garantías las amenazas que llaman a nuestra puerta de la mano del cambio climático. Porque el debate relevante no radica tanto en la rentabilidad cortoplacista de las actividades económicas vinculadas directamente al aprovechamiento de los recursos termales, sino en la capacidad de las ciudades para ofrecer alternativas sostenibles de progreso colectivo, sabiendo conjugar las diferentes piezas de su puzzle productivo, medioambiental, patrimonial y social. Bajo esta lógica, asumir la utilidad conceptual del modelo urbanístico de las ciudades termales “de siempre” como instrumento de planificación puede resultar una propuesta sugerente, si de verdad estamos por la labor de redefinir nuestro estilo de vida y afrontar a escala local el desorden climático del mundo actual. 




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