Cuando está soleado, como hoy, la Naturaleza emociona, revoluciona los sentidos. Los mantos de hierba de los prados, el azul del cielo, el bosque y sus colores, y las olas, que coronadas de espuma baten el Mar Cantábrico, componen un paisaje casi inconcebible. Y aun así, a mí me gusta más cuando está nublado, porque entonces el entorno, más que rodearme, me acoge, me mece maternal entre tamos de bruma y me acaricia con su niebla, hecha de humedad y de sal.
En La Librería de Pimiango, que está en el Oriente de Asturias, muy cerca de la frontera con Cantabria, encuentro el hilo del que tirar. Entre best sellers de ayer y de hoy, cafés, clásicos, novelas, vinos, poemarios y cervezas, doy por azar con un ejemplar de La arboleda perdida, de Alberti. Una fuerza que no sé identificar, misteriosa por ende y puede que mágica, conduce mis manos a la página en la que el poeta dice que en la casona santanderina de José María de Cossío, en Tudanca, «...entreaquellos vientos, brumas y montañas...», continuó escribiendo su poemario Sobre los ángeles. No sé mucho de José María de Cossío. Quiero relacionarle con los toros, con lo taurino, y acierto, pero no sé más, así que indago y averiguo que vivió ochenta y cinco años hasta que falleció en 1977, que también fue escritor, uno de los intelectuales humanistas más importantes de la España del siglo pasado y miembro de la Real Academia Española de la Lengua, así como que hizo una labor inmensa como bibliófilo.
De modo que la voz del extraño que habita en mi cerebro, cabal esta vez, me ordena visitar la Casona y, una tarde de estas, una cualquiera, cumplo y desde el Val de San Vicente, donde me alojo, sigo la linde del Nansa hacia el interior, a la montaña donde habita el ojáncanu y las anjanas. En menos de una hora llego a Tudanca. La carretera acaba allí y se me antoja que la realidad también. El pueblo parece desierto. Un perro deambula por la cuesta. Las casas, de piedra y madera, orgullosas, forman un laberinto de callejuelas pinas y empedradas, que fueron declaradas conjunto histórico-artístico en 1983. Voces amortiguadas e ininteligibles, cuyo origen no soy capaz de localizar, son indicios de que el lugar está habitado. Lo que todavía no sé es si por vivos o por muertos. Me guío por las indicaciones con las que me encuentro y no tardo en dar con la Casona. Enredo con el picaporte de su portón, pero está cerrado con llave. No obstante, el ruido que he hecho sirve para que alguien lo abra. Es el encargado del museo. Dice que en diez minutos iniciaremos el recorrido. Habla y gesticula como los vivos, y me alivia que así sea, aunque después, recordando, caigo en la cuenta de que no he oído sus pasos cuando se ha aproximado para abrir.
La Casona de Tudanca
Una vez accedo al interior, no me cabe duda de que las estancias centenarias de la casa están repletas de recuerdos. Los noto. A la postre, pienso, puede que el pasado no sea más que otra forma de existencia. Quizás fueron sus voces, las de estos recuerdos, las que oí a mi llegada.
El guía finalmente se arranca. Dice que la casa se construyó en 1752 por encargo de un indiano oriundo de Tudanca, que hizo fortuna en Perú. Dice que, muchos años después, la heredó José María de Cossío y que este recibió allí a Rafael Alberti, a Concepción Arenal, a Giner de los Ríos, a Miguel de Unamuno, a Gerardo Diego y a Federico García Lorca. Apabulla solo imaginarlo.
Termina la visita y dejo atrás Tudanca, a sus vivos invisibles y al murmullo de sus muertos. Me vuelvo a la costa. Conforme conduzco, tengo la sensación de que, igual que hay hierbajos que se obstinan en germinar en una grieta del asfalto, la Casona es un brote de cultura en medio del monte. Una sonrisa de triunfo acude entonces a mis labios.
Al día siguiente, o al otro —no sé, da lo mismo, porque tengo tiempo—, mientras paseo la playa de Oyambre, me viene a la cabeza Gustavo Martín Garzo, que no es cántabro, pero que escribió La rama que no existe, que sí lo es, y, junto a sus personajes, viajo al invierno, camino bajo el orbayo por la Ría de la Rabia, que con marea alta anega un manglar de árboles cadavéricos empeñados en mantenerse en pie, o me guarezco del frío en un café de la Plaza del Corro de Campíos, en Comillas, o siento el ajetreo de los críos por los corredores del instituto de secundaria de San Vicente de la Barquera, donde se conocieron Gonzalo y Claudia, piezas desiguales de un puzle imperfecto.
Manglar Ría de la Rabia
Y otro día, uno de lluvia fina, voy a donde Lo demás es aire, es decir, a Toñanes o, mejor dicho, al Toñanes de Juan Gómez Bárcena. Echo a andar por sus calles, que son pocas, y de pronto ocurre una proeza. Por un instante dejo de ser un turista y miro con los ojos de Juan. Soy él cuando chaval. Entre juegos, corro con otros niños a la cascada del Boalo y empiezo a pergeñar la novela que él años después escribirá.
Toñanes. El Boalo
Al llegar a Suances, deja de llover. Hace años que no paro en el restaurante El Caserío, en lo alto del acantilado, tantos como los que hace que no me asomo a la Playa de los Locos. Ambos siguen igual. A la mesa, unas rabas, unas zamburiñas gratinadas, que llevan un ingrediente que no saco y que el camarero tampoco me desvela esta vez, y una espalda de lubina al horno después. A la copa, un blanco de uva albariño de viñedos de la ribera del Asón, puede que su nota más exótica. A la vista, el mar y uno de sus rincones, la Playa de los Locos. A la mente, ayudado por un monolito que hay frente al restaurante, Elena Soriano, mujer valiente que escribió la novela cuyo título tomó prestado el nombre a la playa, censurada en el período de la vergüenza y que, en su consecuencia, ahora hay que vengarla, o sea, que hay que leerla.
Playa de los locos - Suances
A punto de abandonar el mirador para volver a Val de San Vicente, una pareja pregunta a un viejo del lugar si sabe cuál es el origen del nombre de la playa. El hombre, envuelto en las volutas del humo del cigarro, que, tan integrado en su rostro como los surcos que lo arrugan, sostiene entre sus labios, contesta socarrón que es porque solo los locos la ven. Sé que miente, pero, al igual que cuando leo ficción en un libro, no permito que la verdad me agüe la fiesta, así que escojo creerlo.
Ya de vuelta, cercano al sueño, me doy cuenta de que los lugares, sin lecturas, no son los mismos lugares.
Agosto de 2024.
Autor: Juanjo Fernández-Arroyo Manso
Comentarios