Todo indica que el turismo, con sus pros y contras, no es un fenómeno que haya surgido de forma súbita en el presente siglo ni tan siquiera en la segunda mitad de la pasada centuria. En tal sentido, algunos autores consideran que, a finales del XVII y principios del XVIII, irrumpe en Gran Bretaña una nueva cultura del ocio, del placer y del entretenimiento que revoluciona los hábitos de ciertas capas sociales, coincidiendo temporalmente con grandes transformaciones tecnológicas, industriales y económicas de naturaleza más amplia. Es en este contexto donde podría situarse el precedente más próximo de la actividad turística, tal cual la conocemos en la actualidad, asociada a la costumbre cortesana, instaurada por los soberanos británicos, de visitar estancias termales durante largos periodos de tiempo. Una práctica, en principio de carácter terapéutico y salutífero, perceptible a partir de la restauración monárquica de 1660, que con los albores del siglo XVIII cobraría un notable protagonismo y contribuiría a definir, en el actual Reino Unido, dos tipos de concreciones urbanas diferenciadas, la ciudad especializada en el trabajo y la ciudad especializada en el tiempo libre.
En consonancia con la reflexión anterior, los enclaves termales británicos serían el escenario de una progresiva recreación urbanística y ejemplificarían el intento de transformación de pequeñas poblaciones de corte medieval en ámbitos referenciales para las elites sociales del país. Era imperativo equipar estas localizaciones con espacios de esparcimiento y relación adaptados a las modas y estándares del momento, de tal suerte que constituyesen un atractivo perdurable en el tiempo que afianzase un crecimiento urbano sostenido. Y todo ello teniendo muy presente la resolución de un problema recurrente en las pequeñas poblaciones que con cierta rapidez se convierten en destinos turísticos: la provisión de suficientes dotaciones de alojamiento para albergar a los visitantes ocasionales y a los nuevos residentes.
El devenir de la ciudad de Bath ilustra a la perfección el proceso que acabamos de sintetizar. A principios del siglo XVIII, esta histórica localidad termal del suroeste de Inglaterra contaba con una población inferior a los 3.000 habitantes que, en apenas cien años, alcanzaría los 33.000 residentes, convirtiéndose en uno de los núcleos urbanos con mayor número de moradores del Reino Unido. Un crecimiento que requirió, para ser efectivo, traspasar los límites históricos de la ciudad y habilitar extramuros zonas urbanizables (las murallas medievales no serían derribadas hasta el periodo 1755-1770), facilitando un notable desarrollo residencial y dotacional capaz de atender los requerimientos de una elite social sofisticada que acudía a Bath atraída por sus aguas, pero también por el confort y el ocio.
Así, y cual piezas de un puzle cronológico, surgieron nuevos elementos arquitectónicos referenciales de la ciudad que, como Queen’s Square, King’s Circus y Royal Crescent, contribuyeron a conformar una realidad urbana que, doscientos cincuenta años después, sería reconocida por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad. Un proceso que, obviamente, conllevó la movilización de una ingente cantidad de recursos económicos y la concreción de una inversión inmobiliaria que algunos autores han estimado en torno a los tres millones de libras esterlinas, cifra equivalente a la dotación de capital fijo de la industria textil algodonera inglesa a finales del siglo XVIII.
Bath, baños romanos, © Bath Tourism Plus, fuente: www.visitbath.co.uk
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