Con independencia de los criterios que se utilicen a la hora de precisar la noción de ciudad, ciertos atributos surgen en todo tiempo y lugar como claras señas de identidad de las áreas urbanas. En este sentido, la ciudad se interpreta como el espacio de la proximidad, de la concentración de población y de la aglomeración de actividades productivas, es decir, como escenario privilegiado de la interacción entre agentes económicos y sociales. Bien es cierto que los motivos específicos por los cuales han surgido concentraciones concretas de población y actividad se ajustan a una casuística variada. Un amplio abanico de justificaciones que pudieron estar relacionadas con el control político del territorio, con la expansión demográfica, con el aprovechamiento de recursos localizados, con el trazado de vías de comunicación o con un sinfín de causas de difícil pormenorización.
Por tanto, todo apunta a la existencia de algún argumento de fondo, asociado a la proximidad física de los individuos, que hubiese alentado el nacimiento, desarrollo y primacía de los procesos de urbanización a nivel territorial. De ahí que la literatura académica al respecto haya tendido a considerar que la aglomeración es una forma eficiente de organización de las relaciones entre los hombres, que permite a las ciudades generar rendimientos económicos adicionales. Esto es, la concentración de población y actividad facilita la construcción de una “ventaja comparativa” sobre la no-ciudad que se nutre, entre otras cosas, de la capacidad para fomentar la multiplicidad de actividades productivas. En consecuencia, no resulta casual que las ciudades de todo tipo, incluidas aquellas que nacieron al calor de sus recursos termales, hayan tendido a la diversificación de sus quehaceres económicos con el devenir de los tiempos.
Dicho lo anterior, y como observamos en otro lugar, resulta extemporáneo concebir las ciudades termales del siglo XXI como núcleos de actividad que se articulan en torno a una única función productiva preponderante o categorizar entre ciudades termales y ciudades con termas, como si existiese una jerarquización urbana que emanase del grado de aprovechamiento de los recursos geotérmicos.
El calificativo de termal surge de una particularidad dotacional que contribuye a definir, en términos comparativos, el modelo de especialización productiva de ciertas áreas territoriales, con independencia de si el recurso se utiliza para ciertos empleos o se explota con mayor o menor intensidad. En este sentido, lo verdaderamente relevante es la capacidad de las ciudades para implementar una estrategia de desarrollo fundamentada en la interacción entre diferentes sectores de actividad que operen de forma sinérgica. Dicho de forma expresa, lo importante no es si existen muchos o pocos balnearios en un área urbana dotada de recursos geotérmicos, sino como las actividades asociadas a los aprovechamientos termales se retroalimentan mutuamente con el resto de sectores productivos locales generando mayor dinamismo. Y esto nos lleva a una concepción actualizada de la ciudad termal que, huyendo de estereotipos anacrónicos, se construya a partir de la multifuncionalidad del desempeño económico y, por tanto, de la concurrencia de una pluralidad de actores con intereses y enfoques no siempre coincidentes. Un escenario complejo que, en aras del interés colectivo, requiere un compromiso expreso y un liderazgo claro de las instituciones públicas.
Comentarios