La caminata de Fray Mendo de Cencil por tierras del Ribeiro

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El secreto de Fruela portada

Extraído de las páginas de la novela El Secreto de Fruela

     El presente texto refleja el recorrido de fray Mendo desde el Monasterio de San Clodio, en el lugar homónimo, hasta el lugar de A  Barouta, ambos en la parroquia de San Clodio, ayuntamiento de Leiro, pasando por  los lugares de A Veiga, Coedo, Valdepereira, Lentille, ya en la  parroquia de A Pena, ayuntamiento de Cenlle, desandando el camino desde A Barouta de vuelta al Monasterio de San Clodio. Cabe señalar que en el siglo XII, donde se desarrolla la obra, el actual lugar de A Barouta era conocido por Beronta, mientras Cencil era el actual Cenlle. Por último, mencionar que la obra se desarrolla en su mayoría entre los bancales del Ribeiro del Avia (Ourense)


     Para poder ubicarse, Suero y Fadrique, además de hermanos, son, respectivamente, el abad y el prior del monasterio de San Clodio, mientras que don Bermudo, conde de Sagres y señor de Beronta, es el padre de ambos. Por su parte, fray Mendo es el hijo del maestro cantero Lope de Cencial, incorporado de manera forzosa al claustro al quedar huérfano.

Esta es pues, querido lector, la excursión que en el presente sugiere aquel frailecillo...

      Se aproximaba la hora nona cuando Suero convocó en sus aposentos al prior para darle instrucciones precisas. Tras informarlo arteramente de la dudosa situación en la que se encontraba su padre, así el peligro que en tal trance corría su alma, al abad no le costó convencer a su hermano para que convirtiera al portero en espía al servicio de la causa divina.


     Mientras Fadrique se hacía de cruces y Suero se veía impelido a magnificar paulatinamente la grave amenaza de excomunión que se cernía sobre el conde, Mendo había sido llamado por el superior que, visiblemente conmocionado, lo instaba a dirigirse aprisa a Beronta para regresar a la mayor presteza dando parte de cuanto averiguare.


     Pero el hijo de Lope de Cencil dormía desde tiempo sobrado bajo el techo del convento como para no conocer la maldad del abad. Ni por un instante dudó que se tratase de algún tejemaneje para perjudicar a don Bermudo por lo que, congeniando con el noble, aceptó el cometido. De este modo, pensó para sí, podría agradecer al aristócrata las continuas atenciones que siempre había tenido con él, poniéndolo sobre aviso de las intenciones de su torticero hijo.

    

       Quizá porque la intuición del mitrado para las maldades era aguda, ante el presentimiento de que el espía se volviera contra él, antes de partir a su misión lo arengó con la obligación contraída hacia el monasterio tras haberlo acogido, haciendo especial hincapié en el significado que encerraba el voto de obediencia prometido al profesar y, para exhortar el riesgo del mínimo resquicio de vacilación por el que pudiera siquiera pensar en traicionarlo, Suero recreó con la mayor verosimilitud las penas del infierno a las que se exponía de no responder con fidelidad a la labor encomendada.

     

      Con rabia contenida en el pecho, el fraile ordenanza abandonó la portería maldiciendo a su superior. Al atravesar la puerta exterior del monasterio, sin remordimientos un mar de espumarajos brotó de su boca entremezclando ira con blasfemia, cuyo blanco era invariablemente el contumaz mitrado


       Mendo recordaba el desprecio dispensado a los restos de su finado padre, el maestre Lope, tras quedar sepultados bajo los cascotes de la bodega que el convento ampliaba. Ni un sólo lamento. A poco que se descuidase ni un simple padrenuestro. Tan a la vista de todos como obviando su presencia, don Suero se limitó a ordenar al prior que retirasen a toda prisa despojos y escombros para continuar cuanto antes con la obra.


     ―Arrojad todo desde el muro o trasladadlo a alguna esquina fuera del claustro. Los propios guijarros servirán de sepultura evitando que las alimañas se acerquen para alimentarse de los restos ―instruyó el abad a unos peones ante el boquiabierto huérfano―. Así evitaremos que zorros, lobos o cualquier otro carroñero se acerque y termine por devorar los cerdos o los conejos del corral.


      Cuando el pequeño Mendo se acercó al religioso solicitando una bendición, abstrayéndose del cuerpo de su padre y la reciente tragedia, el abad se limitó a ofrecerle el anillo para que arrodillado se lo besara.


      Ante la confusa situación, después de que su hermano Fadrique le cuchichease algo al oído, Suero dedicó una estrafalaria y fugaz oración al maltrecho cadáver de Lope de Cencil, mandando vestir al desdichado chiquillo con el hábito de la regla y destinándolo a las cuadras.


      Pero don Bermudo era un hombre aparte. Apenas se enteró de la terrible noticia encargó una misa por el eterno descanso de su vasallo. El conde en persona se dirigió a él brindándole su más sentido pésame de modo que, al verlo vestido con los hábitos de la orden aunque llenos de la suciedad de los establos, otorgó al muchacho como dote un potrillo que acababa de nacer en Beronta para que el abad lo destinara a labores menos penosas.


      El de Sagres había actuado de manera extraordinaria sopesando que la costumbre y el derecho establecían que, a la muerte de un feudatario, la familia del finado debía entregar al amo la mejor joya de la casa en concepto de remensa para compensarlo por la pérdida de su servidor. Pero el aristócrata no sólo había renunciado a esa reparación sino que incluso favoreció al joven fraile como si de un hijo se tratase. Aquel gesto fue un acto mucho más que altruista considerando que el pobre huérfano carecía de cualquier hacienda para restituir al noble de su quebranto, menos aún para aspirar a otro destino que el dictado por el superior de la congregación que, hasta la providencial asignación donada por el prócer, lo relegaba a pasar el resto de su vida trasegando estiércol.


       Claro que el amo de Beronta era hombre de otra estatura. Don Bermudo había heredado el carácter de su abuelo don Fernando, quien había bebido directamente de su padre don Sancho el espíritu milenarista, transmitiéndole una chispa de rectitud y misticismo que no costó demasiado que prendiera a través de las generaciones en su alma bondadosa.


       Eso hizo del noble un eficiente administrador de su señorío, cuyas decisiones se fundamentaban la mayor de las veces en el mantenimiento de los cotos para bien del pueblo, aun por encima de su comodidad personal.


      Por eso incluso apreciando el extraordinario parecido físico entre don Suero y su padre,  en cuyos rasgos se podía adivinar fehacientemente cómo sería el rostro del abad en la senectud, Mendo era incapaz de concebir cómo podían ser tan diferentes. Uno junto al otro eran el día y la noche, el Cielo y el Infierno, el Jano bifronte que su padre le enseñó a dibujar antes de grabarlo para la eternidad en un capitel.


     ¡ Ah, su padre! Si él viviera con seguridad no se vería en tamaña vicisitud. Pero el maestre Lope yacía en la más infame sepultura, de modo que lo más cercano para él a un protector era el anciano conde.


     ¿Cómo pretendía el malvado abad, aun sólo por un instante, que el exaprendiz de albañil traicionara a su benefactor? Y con el odio más incrustado que nunca entre las orejas, Mendo tomó camino a la casa de Sagres, cavilando en cómo advertir al aristócrata de las andanzas de su hijo sin al mismo tiempo faltar a la regla conventual ni pecar contra el Altísimo.


     En estas cuitas meditaba el tonsurado cuando, tras recorrer el largo trecho que discurría hasta La Veiga, valorando que si bien merecía la pena atajar por Valdepereira teniendo en cuenta que hasta aquel punto su ruta no se apartaba de la vera del río, dejando al frente la casa grande del Coedo y antes de tomar rumbo hacia Pazos Hermos, ahí mismo haría un alto para saborear una tira del tocino que, junto con una hogaza y una bota de vino, en un hatillo le suministró el hermano cocinero.


     Tiempo sobraría para dar con la solución mientras descansaba a la sombra de algún carballo, reponiendo fuerzas antes de ponerse de nuevo en marcha. Cuando reconfortado despertó, el sol marcaba la primera hora de la tarde. Mendo recogió su escueto equipaje sacudiéndose las migas del hábito. Bebió un trago de vino y, tras limpiarse la comisura de los labios con la manga, bordeando el paño de la fortaleza de Roucos inició el ascenso por la vía de la jurisdicción de A Quinza.


      Atravesando Lentille los aldeanos se afanaban en exfoliar las vides para que el sol dorase los racimos ayudando a su maduración. Embobado con aquella estampa, el frailecillo alabó a Dios por bendecir al hombre con el sentido de la vista así como con los colores que le permitían gozar de toda la belleza de la Creación y, muy especialmente, de las tonalidades infinitas de las uvas que animaban aquel pequeño mundo por él habitado.


     Por fin  tras cubrir el angosto camino que unía aquella aldea con la de San Lorenzo Dapena, pisando el extremo del sendero coronado por  el cerro vislumbró el portón que salvaba la muralla de Beronta.


     Qué razón tenía don Bermudo, llegó a pensar el caminante, al reconocer el considerable trecho que atajaba descendiendo por la falda de la montaña hasta el muro del monasterio, aun por agreste que fuera la ruta al no mostrar otro camino que el improvisado por el agua con las lluvias.


       Apenas avistó al benedictino un sirviente salió a su encuentro y, en un ambiguo gesto de reproche por la costumbre impenitente de solicitar limosna, le indicó el camino a la cocina para que allí lo reconfortaran con un plato caliente.


      Ya saciado solicitó ver al amo pero el criado, que de nada conocía al monje, lo amonestó censurándole su avaricia. ¿Apenas su señor le había ofrecido mesa ya pensaba en esquilmarle otras dádivas?


     Mendo se defendió ofendido y antes de que el servidor pudiera alzar el tono de voz pidió ser escuchado por Lope, de modo que al comprobar el criado que el piadoso varón conocía al mayordomo lo llevó a su presencia para que fuera él quien decidiera.


      Lope identificó al portero de San Clodio quien, tras infinidad de ruegos y súplicas, consiguió que lo condujera directo ante don Bermudo.


      Silencioso, escueto, cabizbajo y pálido como el mandil que cubría su negro hábito, tan discreto como prudente permaneció inmóvil en pie, aguardando a que el hacendado lo invitase a tomar la palabra.


      El de Sagres lo reconoció de inmediato. Postrado sobre un diván con la pierna extendida para soportar el dolor de la gota, con una señal lo animó a acercarse.


     El fraile se sentía inusualmente reconfortado a medida que se aproximaba a su benefactor. Una especie de extraño cosquilleo que le nacía en el vientre subía en forma de traviesas burbujas hasta su cabeza, experimentando una sencilla alegría interior.


       El noble se alegró al verlo, conmovido por la doble simpatía de admirar la obra de su padre y la pena de su orfandad.


     —Ven, mozalbete, acércate y observa: este muro no se ha movido desde que Lope de Cencil lo construyó —llamó su atención señalando un contrafuerte—. Aunque dudo que el estudio de la arquitectura sea el motivo de tu visita, por lo tanto, jovenzuelo, ya me dirás que hace un benedictino en mi hogar.


       El fraile mostró su satisfacción, no tanto ya por la calidad de la labor de su padre sino por el reconocimiento que don Bermudo siempre guardaba de él. Aún posaba Mendo su amplia sonrisa sobre la mirada cansada del señor cuando, tartamudeando, con una confusa mueca intentó explicar el peligro que sobre su persona y la de su hijo don Alfonso se cernía.


       No es que el religioso padeciera ningún tipo de limitación intelectiva ni vocal, pero el ansia de comunicar todo cuanto deseaba trasmitirle lo hacía atropellarse.


      El aristócrata, que por ser razonablemente beato no dejaba de ser perro viejo, viendo que nada hacía del asustado frailecillo recurrió al antiguo y eficaz remedio de administrarle vino sobrado para serenarlo y desatarle la lengua, ordenando a Lope que no cesase de escanciar hasta que su estado lo postrase o, cuando menos, le doblegase la boca hasta hacer imposible comprenderlo.


       En cuanto se fue le templando el corazón, a medida que los vapores del mosto le calentaban sobradamente la mollera, despertó del fondo de su alma una aguerrida voz que cantando de modo fluido no dejó incertidumbre en el auditorio.


      Inició Mendo la semblanza elogiando lo que a su juicio eran las muchas virtudes del prócer, pasando de inmediato a compararlas amargamente con los opuestos y exactos defectos que configuraban el retrato de su hijo don Suero.


       El hidalgo intentaba acallar al fraile en un gesto de sincera humildad cuando el mayordomo lo animó sin compasión a continuar para disfrutar de las bondades de su amo, agradeciendo al Cielo que al abad se le hubiera despertado en su juventud la vocación religiosa, exhortando así el peligro de acabar sirviendo a tan miserable señor.


     El simple recuerdo de las felonías que el pequeño Suero fue capaz de  infligir entre los animales de las cuadras de Beronta cuando todavía habitaba la casa,  y las innumerables fechorías con las que castigó desde su más tierna infancia a la servidumbre, gozando al máximo del sufrimiento ajeno, era memoria más que sobrada para regocijarse de la benevolencia de su patrón.


      Aún evocaba con dolor la ocasión en que marcando un potro con el hierro, el joven Suero se ofreció solícito a ayudarlo para, aprovechando que su atención estaba en evitar las coces del cuadrúpedo, entregarle en la mano la divisa al rojo en lugar del mango y, no satisfecho con su perfidia, fingiendo administrarle un remedio para aliviar el escozor le vertió sobre la quemadura en vivo una jarra entera de la salmuera reservada para la salazón.


      En tales circunstancias a ninguno de los dos curtidos varones extrañó conocer las taimadas intenciones del abad de San Clodio. Al de Sagres desde luego no le cogió por sorpresa las maldades elucubradas por su hijo, incluso le pareció haber tardado bastante en iniciar la ofensiva. Pero por su experiencia el conde era consciente de que el cobarde sólo amenaza cuando se siente seguro, sin olvidar que su hijo era un notable representante de la Iglesia. Convenía por tanto la mayor cautela siendo toda prudencia poca e invitando al monje a cenar para sacarlo de la vista de cuanto iba a hacer, más por la seguridad fruto de su ignorancia que por desconfianza hacia él, confió a su fiel Lope trasegar con los criados a unos barriles el agua que teñida de verdín reposaba en el lagar, de modo que lejos de miradas indiscretas no supusiera amenaza alguna para su heredad.


      Después simplemente se limitó a convencer al monje de que nada debía perturbar su sosiego y, agradeciéndole la casa de Sagres tanta lealtad, justificó lo acontecido en el viñedo por obra del Altísimo quien, en su infinita bondad y sabiduría, se había apiadado de la cosecha tras los muchos ruegos rezados por su superior el abad de San Clodio.


      Para convencerlo todavía más si cabe fue Lope quien, a iniciativa propia y sin disponerlo don Bermudo, tras ocultar el prodigioso remedio reunió a todos los criados y arrodillados por hileras en actitud orante los obligó a rezar como mejor supieran, aleccionándolos para mantener por todo lo demás silencio ante cualquier inquietud relativa al brebaje, so pena de perder la lengua de un hachazo.


     El de Sagres aún departía con el fraile cuando el mayordomo entró en la estancia reclamando su presencia para presidir aquella pantomima.


—Si su señoría lo tiene a bien, el servicio espera abajo —solicitó guiñando a su amo sin apercibirlo el benedictino—. Como a diario aguarda a que vengáis a dirigir las plegarias al Todopoderoso por la salvación del viñedo.


    El conde, que conociendo a su administrador le constaba que no siendo diablo tampoco era inocente, no vaciló en seguirle la corriente. Se incorporaba de su asiento en dirección a la puerta cuando con un discreto ademán Lope señaló al invitado y, volviéndose hacia el religioso, don Bermudo lo apremió a acompañarlos para participar en la nómina de rezos.


      A ruegos del noble, el fraile accedió a dormir aquella noche bajo su protección. Además de ser ya tarde nunca le dolió la hospitalidad de don Bermudo quien, por otro lado, lo animó a que al día siguiente tomase el camino trasero hacia el monasterio de igual modo que él mismo acostumbraba, dando fiel declaración de cuanto en su casa aconteciera.


     De esa manera el aristócrata se cercioró de que el invitado transmitiera con la mayor naturalidad aquel mensaje a su pérfido hijo, sin que la menor sombra de incertidumbre aflorase a los ojos del involuntario espía.


      Ante tanta insistencia el monje pernoctó gozando, a instancias de su anfitrión, del más cómodo alojamiento.


—Bien sé cuánto madrugáis los benedictinos para alzar vuestras jaculatorias  alabando al Altísimo, pero al lado del salón existe un oratorio del que puedes hacer uso si deseas cumplir con la regla aplicándote en la contemplación.—arguyó el de Sagres para asegurarse la más dilatada estancia del religioso bajo su techo—.


     El magnate advirtió al fraile que por aquellas fechas los caminos se hallaban tan infestados de alimañas como salteadores, que no harían diferencia entre hábito o seglar a la hora de dar con sus huesos bajo tierra. Más a cuenta le resultaría disfrutar del asilo y seguridad de los muros de Beronta hasta que el sol despejara cuantas incógnitas oculta la noche para, con esa nueva luz, partir hacia San Clodio y dar testimonio a su superior.


Monasterio de San clodio Ourense 1

Claustro reglar del Monasterio de San Clodio, en Leiro, Ourense (en la actualidad)


* * * * *

      De mañana agradecido, después de compartir mesa y mantel, Mendo se despedía de su anfitrión, convencido de haberle mostrado su homenaje sin por ello faltar al abad.


      El conde le estrechó la mano brindándole su hospitalidad por cuantas ocasiones desease regresar, enfatizando su gratitud por el servicio prestado a su persona pese a insistir en que, como bien pudo verificar, ningún otro misterio explicaba la salvación de su cosecha que la voluntad divina en respuesta a los numerosos ruegos que a diario se alzaban al Cielo desde aquella santa casa.


      Celebrando la grandeza y bondad de los moradores de Beronta aunque preñado de una cierta melancolía por abandonar aquel remanso de paz, visiblemente feliz y lleno de la ingenuidad de quien ve como verdadero aquello que sus ojos observan, Mendo se despidió del noble para alcanzar cuanto antes el convento y dar cumplimiento al mandato del mitrado.


     Fingiendo pesar por su partida y mostrando el rostro en apariencia más inocente, Lope agitó la mano saludando después de proveerlo con un hatillo de vituallas para el retorno.


     Pese a la recomendación de don Bermudo, prefirió recorrer el camino andado para regresar al convento, aprovechando su serenidad de espíritu para observar y alabar la obra del Creador, emprendiendo la ruta en dirección a San Lorenzo Dapena para descender desde aquel promontorio por Valdepereira, ganando una vez ahí la vera del río Avia.


     El paseo se hacía placentero para el fraile, sosegado porque todo cuanto refiriera a don Suero sería decididamente en descargo de su noble padre y que, por lo recto de su proceder, de manera alguna podría hacer presa en él.


     En Lentille los aldeanos continuaban con su frenética labor de deshojado, dejando al descubierto enormes racimos de Treixadura que traslucían el dorado sabor del dulzor, rezumando sol por entre las viñas. Al pasar su alegría fue tal que, saboreando el aire, le dio la sensación de catar el azúcar de las uvas.


    Alcanzaba casi la ribera cuando se congratuló de su destreza política, al haberse mostrado tan hábil diplomático ante el conde que no hiciera sino beneficiarlo con su presencia, en tanto sirvió honorablemente y sin tacha a su dueño.


     El sol brillaba en el zénit cuando hizo un alto para cumplir con el yantar aunque en esta ocasión ni se detuvo a pensar en dormir la siesta, tal era el ansia que comenzaba a atosigarle por llegar ante don Suero y, cumplido el mandato, regresar a su rutina.


      Aquella tarde el mitrado escupía sapos y culebras. Convencido de que el fallido delator protegía los intereses de don Bermudo, ordenó a su hermano Fadrique trasladar al portero a las mazmorras, aplicándole ahí el tormento para que confesase tanto su traición a la orden como el terrible pecado que rodeaba los viñedos de su padre.


      Pese a que el reo lo ignorase su suerte estaba echada: en manos del más cruel verdugo jamás visto por aquellas tierras, con certeza no saldría de la tortura con vida.


      Era el sayón un moro rebautizado por el mitrado con el nombre de Juan, guerrero fiero que odiaba a la humanidad en general y visceralmente a la cristiandad en particular, con la única excepción de su amo.


     Traído en su día por don Pedro Vázquez de Puga, a la sazón alcaide del castillo de Roucos, como trofeo tras una victoria contra el infiel allende la extrema del Duero, el colosal cautivo, musculado y fornido, era de piel tan oscura como siniestros sus rasgos.


      Prisionero de don Pedro y por botín de guerra sometido a su autoridad, pugnaba por liberarse como fuera del yugo. Mas estando en territorio cristiano y siendo sus facciones e indumentaria tan indiscretas que le resultaría imposible pasar desapercibido por aquellos reinos, había renunciado a ganar la libertad huyendo.



Miguel Mosquera Paans

Autor: Miguel Mosquera Paans


El secreto de Fruela.

Finalista del Premio de Novela Histórica Jerónimo de Salazar 2019

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